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Solemnidad de la Asunción de la Virgen María

María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó:

«¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor.»

María dijo entonces:

«Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de su servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre.»

María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.

Palabra del Señor

Comentario

Qué bien hace empezar este día con esta fiesta tan importante de nuestra Madre del cielo, la Santísima Virgen María, madre de Jesús, madre de Dios, madre nuestra y madre de toda la Iglesia. Para nosotros, María es el camino más seguro, más corto y más rápido para llegar a Jesús, para llegar al cielo. Tan sencillo y lindo y profundo como eso, aunque algunos, incluso católicos, les cueste comprenderlo. Pero ella es así, ella es así, siempre está ahí. En este día celebramos, nos alegramos, nos llenamos de profundo gozo porque María fue llevada al cielo en cuerpo y alma. Eso celebramos en esta fiesta, María ya está resucitada en el cielo, junto a Jesús, a Dios Padre y al Espíritu y todos los santos. Ella se anticipó, ella llegó primero, ella nos marcó el camino. Ella nos anticipa la gloria. Ella nos da esperanza, porque con su vida y con su final, con su asunción, nos enseña que ese también es el fin de nuestra vida, estar algún día gozando con todos nuestros hermanos, con todos los santos, la eterna alabanza a Dios, que es nuestro Padre.

Pero María, para llegar a estar ahora en el cielo, vivió en la tierra cumpliendo siempre la voluntad de Dios Padre, desde el instante en el que le dijo que «sí» al ángel para ser la madre de Jesús y durante toda su vida. Y María lo demostró también con su propia vida, como lo dice Algo del Evangelio de hoy: «Partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá». Finalmente, la voluntad de Dios, el amor, se manifiesta en obras concretas, palpables; en obras que no hacen alarde, como ella tampoco lo hizo, sino en obras que cambian la vida de los demás. En definitiva, nuestra fe nos tiene que llevar a eso, a actuar y a obrar movidos por el Espíritu Santo, como lo hizo María, para buscar siempre hacer la voluntad de Dios y no la nuestra. Y por eso, la oración, la vida de profundo silencio que María también vivió y experimentó, fue la que la llevó a aceptar la voluntad de Dios y, finalmente, a hacer lo que él le pedía, sirviendo en este caso a su prima Isabel. Es por eso que en ese encuentro maravilloso entre María y su prima Isabel, entre Juan y Jesús, se oyó, de algún modo, la voz del Espíritu, que hizo saltar de alegría a todos esos corazones. Eso es lo que hace Jesús en nuestra vida cuando a través de otros podemos encontrarlo, como le pasó a Isabel, o también a través del servicio podemos descubrir que ese es el sentido de nuestra vida.

Por eso María cantó feliz, porque ella creyó, porque ella creyó que se iba a cumplir la voluntad de Dios en su pequeña y humilde vida. Ella creyó que diciéndole que «sí» al Señor –aunque nadie se dé cuenta, aunque incluso algunos la hayan señalado–, creyó que su alma iba a ser grande y que iba a cantar la grandeza de Dios haciendo maravillas con su «pequeñez». Eso es lo que nos enseña siempre la vida de María, que solamente con la humildad y la «pequeñez» de nuestro corazón podremos hacer cosas grandes para contribuir al Reino de Dios, que el Señor nos pide que sembremos y colaboremos para que su amor se extienda por todos lados en cosas de cada día.

No demos más vueltas. No esperemos grandes cosas para hacer la voluntad de Dios. Tenemos que descubrirla en el servicio concreto y cotidiano, en nuestra familia, en nuestros seres queridos, en mi mujer, en mi esposa, en mis hijos, en mi comunidad, en mi trabajo. Es ahí donde podemos descubrir que, de alguna manera, siempre el ángel se nos presenta y nos invita a hacer la voluntad de nuestro Padre del cielo.

Que hoy nuestra alma también «cante la grandeza del Señor» y que nuestro espíritu se estremezca de gozo en Dios, que es nuestro Salvador, porque él miró la bondad y la «pequeñez» de la Virgen María, su servidora. Y por eso la llamamos feliz, porque en ella Dios hizo grandes cosas, como lo puede hacer en nosotros. «Su misericordia es grande y se extiende de generación en generación». Pidámosle al Señor que hoy nos llene de gozo y nos ayude, también, a ser humildes para un día poder ser elevados como lo fue nuestra Madre.