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Miércoles Santo

Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: « ¿Cuánto me darán si se lo entrego?» Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo.

El primer día de los Ácimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: «¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?»

El respondió: «Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: “El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”.»

Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua.

Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: «Les aseguro que uno de ustedes me entregará.»

Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: « ¿Seré yo, Señor?»

El respondió: «El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!»

Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: « ¿Seré yo, Maestro?»

«Tú lo has dicho», le respondió Jesús.

Palabra del Señor

Comentario

Cuando uno se quiere «salvar a sí mismo», lo que en el fondo termina haciendo es privarles a los otros del amor de uno mismo, de la salvación que llega por medio del amor. Jesús hizo todo lo contrario, no se dejó vencer por esa gran «atracción» de hacer «la suya» y prefirió entregarse por todos. Si él se hubiera «salvado a sí mismo», no nos habría amado hasta el final, no nos habría salvado a nosotros, no se hubiese entregado hasta la locura, y eso no nos tocaría el corazón. ¡Qué distinto sería!, ¿no? Porque vivimos en un mundo en el que, generalmente, todos «quieren salvarse a sí mismos» y eso termina conduciendo al «sálvese quien pueda». Todos queremos «salvar» nuestro pellejo, como se dice, nuestro prestigio, nuestra buena fama, nuestros puestos. Y como nadie quiere ceder nada, la vida en sociedad termina siendo una especie de «cinchada», de puja para ver quién tira más fuerte; y como siempre, los más débiles terminan perdiendo. La ley del amor no es la ley del más fuerte, sino es la ley de la entrega por el otro, dando vida, dignificándonos mutuamente por medio del amor. No entremos en la lógica de luchar para «salvarnos a nosotros mismos», olvidándonos de los demás; hace mucho mal, termina desgastando, termina atrofiando el corazón. No es lo que nos enseñó Jesús.

Algo de los evangelios de este día por ahí te están sorprendiendo con la figura de Judas, pero te invito a que nos sorprendamos más y nos maravillemos mucho más con el amor del corazón de Jesús. Judas existió. Judas hubo, hay y habrá siempre. Judas también somos nosotros, vos y yo, cuando con nuestras traiciones grandes o pequeñas no hacemos la voluntad de Dios. Aunque a veces nos cueste aceptarlo, no podemos lavarnos las manos como lo hará Pilato el Viernes Santo; somos parte de esta humanidad caída, pecadora y traicionera, que se deja comprar muchas veces por algunas monedas, por poco o por nada. Pedro también prometió y no cumplió finalmente.

¿Cuántas veces nosotros prometimos todo y nos chocamos con nuestra propia debilidad en la primera esquina? La vida, nuestra vida de fe muchas veces es así. Por un lado, o, mejor dicho, al mismo tiempo, el deseo de amar, la entrega diaria, silenciosa, sacrificada, generosa; la presencia del Reino de Dios, de Jesús entre nosotros; miles de lugares donde Jesús se sigue entregando por medio de tantas personas que dan la vida. Pero también, y a un ritmo diferente, la presencia del Mal, de personas que se dedican a hacer maldades, injusticias, traiciones, personas que se venden por dinero, guerras, muertes y tantas cosas más, y por qué no nuestras propias traiciones, infidelidades al amor de Jesús, infidelidades a nuestra vocación, a nuestros seres queridos, y tantas cosas más. Es el drama de esta humanidad en la cual Jesús quiso meterse, el drama del corazón humano incapaz de amar a veces y de doblegarse ante tanto amor. Por eso Jesús se metió, para vencer el odio desde adentro, para enfrentarlo no con las mismas armas que nosotros, sino con las armas de un amor extremadamente paciente y misericordioso, que va penetrando en el corazón de aquellos que están cerrados.

¿Qué otro milagro de paciencia pudo haber hecho Jesús que esperar hasta el final a este supuesto amigo que lo terminó traicionando por dinero? ¡Qué enseñanza nos deja Jesús a todos y, en especial, a los que tenemos el cuidado y guía de personas, de corazones! Paciencia extrema sin esperar nada a cambio, esa es la fórmula. Eso también tenemos que hacer nosotros con nuestros hijos, con los alumnos, con nuestros amigos.

Lo que parece un fracaso ante los ojos poco profundos de este mundo, como, por ejemplo, el más bueno de todos traicionado por un tonto ambicioso, es ante nosotros el éxito del amor misericordioso de Dios, que respeta la libertad de sus hijos y que nos enseña cómo debemos actuar también. Apostar siempre, siempre hasta el final. Siempre puede haber una luz al final del túnel. Todo ser humano tiene la capacidad de amar y de convertirse, nunca hay que rendirse.

Solo el amor puro y sincero puede cambiar a las personas más alejadas y renegadas, más reacias al amor. Sin embargo, hay algo que no hay que olvidar. Incluso haciendo todo lo posible, siempre hay que dejar la puerta abierta a la posibilidad del rechazo, del olvido y de la traición, no porque nos guste, sino porque puede pasar. Si a Jesús le pasó, ¿por qué pensás que no nos puede pasar a nosotros?

No nos cansemos de hacer el bien y de buscar el bien de los demás. Elijamos a los menos amados y menos amables para hacerles sentir el amor de un Dios que no se cansa de amar y esperar hasta el final. Jesús hizo y hace lo mismo con cada uno de nosotros, él no quiso jugar a la «cinchada», eso es lo que nos tiene que maravillar. Alguna vez fuimos Judas, otras veces fuimos Pedro. ¿Por qué entonces no animarnos a empezar de una vez por todas a ser como Jesús, que sabe amar, esperar y apostar siempre a la bondad de nuestros corazones?