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IX Martes durante el año

Le enviaron a Jesús unos fariseos y herodianos para sorprenderlo en alguna de sus afirmaciones. Ellos fueron y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y no tienes en cuenta la condición de las personas, porque no te fijas en la categoría de nadie, sino que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios. ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no? ¿Debemos pagarlo o no?»

Pero Él, conociendo su hipocresía, les dijo: «¿Por qué me tienden una trampa? Muéstrenme un denario.»

Cuando se lo mostraron, preguntó: «¿De quién es esta figura y esta inscripción?»

Respondieron: «Del César.»

Entonces Jesús les dijo: «Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios.»

Y ellos quedaron sorprendidos por la respuesta.

Palabra del Señor

Comentario

A Jesús le gustaba reunirse con sus amigos, y a veces no tan amigos, a comer; le encantaban las comidas, pero no solo por una cuestión de llenar su estómago, sino que también hay algo mucho más profundo, que tenemos que aprender de la vida de Jesús. ¿Lo pensaste alguna vez? Se me vino al corazón, esto, en una la misa de domingo. Porque, en definitiva, la Eucaristía es para nosotros revivir en nuestra alma la última cena, con signos y gestos y palabras, en donde Jesús fue el que preparó la mesa a sus discípulos y en donde Él mismo se entregó como alimento, anticipando lo que iba a hacer en la cruz. Por eso el comprender esto nos cambia la mirada y nuestros sentimientos de lo que a veces sentimos o pretendemos al ir a misa, o podríamos ampliarlo a nuestra vida de fe.

Ser cristiano es, antes que amar a Jesús, un dejarse amar por Él, es el reconocer que somos amados primero y que esta verdad la celebramos cada día en cada rincón del mundo en donde se celebra una eucaristía, la misa. El que prepara la mesa en tu casa, es el que, de alguna manera, llega primero, te ama primero, piensa en vos antes que vos en él. El que te prepara el desayuno para que te levantes con alegría, te lo prepara antes que te levantes o te lo lleva a la cama para que empieces el día con esa certeza, con la certeza de ser amado. No alcanza la comparación, pero intentemos pensar algo así con Jesús y todo lo que hace para alimentarnos, todo lo que hace para que experimentemos su amor a lo largo de la vida, cada día. Jesús siempre se nos anticipa, como decía el Papa Francisco: «Nos primerea». ¡Llega primero! Siempre nos ama primero, mucho antes de que nos demos cuenta.

Algo del Evangelio de hoy nos enseña muchas cosas, pero una de ellas es que claramente Jesús no fue, como se dice así vulgarmente, simplemente, un bonachón. Fue muy bueno, por supuesto, fue santo, siempre hizo el bien, pero no fue un ingenuo, como nosotros entendemos a veces la ingenuidad, ¡no!, o sea, el pensar que nos pasan por encima o que simplemente nos tienen que pisotear, ¡no! Es lindo aprender de Jesús no solo a ser buenos, sino también a ser inteligentes. Eso es algo que podemos a veces olvidar. No solo hay que ser buenos, sino que también hay que serlo al modo de Jesús, sabiendo qué hacer en cada circunstancia, cuándo y cómo hacer el bien.

Hay veces que, ante los engaños de los otros, de los que nos quieren hacer «pisar el palito» – como se dice– para caer en sus trampas, nos conviene responder con preguntas, como lo hacía Él. La manera más fácil de desenmascarar un engaño, una hipocresía y saber qué es lo que realmente pretende el otro, es responder con una pregunta; es, por decir así, «redoblar» la apuesta, pero con amor. Jesús no se dejó engañar por los soberbios de este mundo, que querían que se equivoque para acusarlo de algo. Por eso, primero, lo adulan un poco, por soberbios y arrogantes y ese es el gran pecado, como dice un salmo. Si respondía que había que pagar el impuesto, lo iban a acusar de estar a favor del imperio y en contra de su pueblo y de Dios; si respondía que no había que pagarlo, lo iban a acusar de rebelde, de no someterse a la ley de Roma. Por eso, no podía haber mejor respuesta que la de Jesús: «Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios». Me animo a parafrasearlo de esta manera: «Esa moneda es del emperador, tiene su cara, dénsela a él. Está bien. Ahora, el corazón dénselo a Dios, porque es de él, porque en sus corazones está grabada la imagen de Dios; por lo tanto, es de Él». Cada cosa en su lugar y a no dejarse engañar. Eso es lo que tenemos que aprender.

Los cristianos estamos en este mundo, y el mundo es la viña del Padre, como escuchamos en la Palabra; pero, al mismo tiempo, no somos de este mundo, no somos para servir al pensamiento de este mundo. Por eso hay que darle a este mundo, a esta vida lo que es de este mundo, pero a Dios siempre lo que es de Él.

¿Y qué le corresponde a este mundo? Justamente eso es lo que tenemos que aprender a discernir y distinguir, seguramente muchas cosas, pero jamás el corazón completo. ¿Qué tenemos que darle a Dios? ¡Todo!, porque todo es de Él, fundamentalmente nuestra alma que fue creada a su «imagen y semejanza». ¿Te acordás de la parábola de la viña? La viña es de Él, el mundo es de Él, todo fue puesto por Él y por eso los frutos son para Él. Sin embargo, este mundo hace que olvidemos quién es el verdadero rey o emperador. Dios es el verdadero rey de nuestras vidas. Los reyes de este mundo pasan y pasan, los presidentes también. A ellos les gusta que sus nombres queden grabados en diferentes lugares, en monedas, billetes, calles, estatuas y tantas cosas más, pero el único nombre que merece ser grabado en nuestro corazón es el de Dios, es el de Jesús.

La respuesta de Jesús pone las cosas en su lugar, nos enseña la verdadera jerarquía de las cosas de esta vida. Somos de Dios y para Dios y, al mismo tiempo, debemos en este mundo cumplir las leyes que nos rigen y nos ayudan a vivir en sociedad buscando el bien común. Un buen cristiano es un buen ciudadano que acepta y cumple las leyes que se orientan al bien común, pero poniendo a Dios ante todo y jamás aceptando las leyes que atentan contra el amor de Dios y sus mandamientos. Por eso san Pablo recomendaba rezar por los gobernantes y someterse a ellos. Recordemos igualmente siempre lo principal: «A Dios lo que es de Dios», o sea, debemos a Él darle todo.