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IV Miércoles durante el año

Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: « ¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?» Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo.

Por eso les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa.» Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe.

Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.

Palabra del Señor

Comentario

Hay que reconocerlo: resulta medio complicado hablar en estos tiempos de la realidad del demonio, de su existencia. Es mucho más gratificante hacer como si no existiera, es más atrayente tanto para el oyente como para aquel que le toca hablar de las verdades que Dios nos enseñó por medio de la Iglesia, de su Palabra. Igualmente, antes que nada, hay que aclarar que nosotros los cristianos creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En definitiva, no creemos en Satanás, o sea, no tenemos fe en él, no le creemos a él, no nos fiamos de él. Eso está claro. Lo digo porque a veces en algunos ambientes cristianos se habla tanto del demonio, algunos sacerdotes hablan tanto del maligno, que parece incluso ser más importante que el mismo Dios, y en vez de amar a Jesús, las personas terminan teniéndole miedo a alguien que finalmente no conocemos. Hoy la verdad que no es tan común, pero hay que reconocer que se da.

La Iglesia, en definitiva, enseña que el demonio existe, que es un ser espiritual, un «ángel caído», como se dice, un ángel que se rebeló a la voluntad del Padre. Y por eso se «autoexcluyó» del amor de Dios y, junto a él, arrastró a muchos otros ángeles, que no sabemos cuántos son, pero son miles, muchísimos, incontables.

Eso quiere decir que es una criatura, no tiene otro rango que el de criatura. No es la personificación del mal, como si fuera que el mal es una fuerza opositora a Dios que anda dando vueltas por ahí y que lucha de igual a igual con el omnipotente, como se decía en los antiguos mitos. No es una «energía» maligna, no es la «mala onda» del mundo que está en el aire, no es algo que está tampoco dentro de nosotros – aunque puede pasar -, no es algo abstracto, sino que es un ser distinto a nosotros, más inteligente que nosotros, que intenta continuamente alejarnos del camino de la voluntad de Dios. Esa es su principal finalidad, distanciarnos, o bien oponernos a lo que Dios desea para cada uno de nosotros, o sea, la santidad, la felicidad, y eso lo hace de mil modos distintos. Pero el modo más común no es la posesión, como a veces se piensa, sino todo lo contrario, es la sutileza, el silencio, el anonimato, la mentira, el que creamos en el fondo que no existe, que no actúa.

Al contemplar esta escena de Algo del Evangelio de hoy los cristianos, los que creemos, debemos reconocer con humildad y nunca olvidar la dificultad propia que tiene la fe, que significa tener fe o decir que la tenemos. A veces simplificamos mucho la fe y aseguramos tener fe sin ahondar en lo que quiere decir, o incluso criticamos a aquellos que no tienen fe y decimos ante ciertas situaciones: «¿Cómo no pueden creer? ¿Cómo si ven esto, no pueden creer?» Sin embargo, como creyentes y creyentes que pensamos y usamos la razón, o por lo menos deberíamos usarla, tenemos que reconocer que nuestra fe intrínsecamente, aunque la tengamos, tiene una gran dificultad: es, de algún modo, difícil creer. Sé que a algunos les choca escuchar esto, pero eso mismo enseña también la Iglesia. Si no reconocemos esto, estamos simplificando la fe y, en el fondo, estamos menospreciando un don que es de Dios.

Creer es un don que recibimos. La posibilidad de creer en Alguien que está más allá de lo que vemos, la posibilidad de creer que en la sencillez de las cosas podemos encontrar a Dios, la posibilidad de creer que esa persona que caminó por Galilea, ese hombre, era Dios que vino a estar entre nosotros, es un don. No podemos olvidarlo. Y es por eso que a muchos les cuesta creer cuando se ponen a pensar. Nos cuesta creer porque no se tiene fe por evidencias o certezas científicas, porque lo humano se transforma en obstáculo a veces para lo divino, para aquel que no tiene fe. Y por eso a veces nosotros en nuestras casas, en nuestras familias, cuando queremos ser profetas, cuando queremos ser personas que muestren y anuncien que Dios está, se nos hace difícil; porque nosotros –y todos los demás– cuando hablamos de Dios, lo que buscamos, en el fondo, es algo más grande, algo milagroso, algo que deslumbre.

El Señor vino a enseñarnos, justamente, que él eligió un modo muy sencillo de hacerse presente en la humanidad y lo sigue haciendo a través de la Iglesia, a través de cada ser humano.

Una vez, alguien que estaba haciendo un proceso muy lindo, un camino de conversión y que no podía ir a Misa los domingos por su trabajo, me decía algo así: «Si bien el silencio nos invita a la reflexión y a escuchar la voz de Dios, también creo que al encuentro del otro podemos encontrar a Dios. Al fin y al cabo, todo es caridad. El hallarlo en el otro, en un paciente, en un niño, en el colectivo, al que está con una mirada triste. Es regalar un buen día, una sonrisa. No sé si pude explicarme bien, padre». Me decía: «Sueño con una Iglesia que sea realmente católica, universal, en donde encontremos a Dios en los otros, en la Misa de los lunes o los domingos, o cualquier día, donde podamos desviar la mirada y pensar en aquel que no se acerca o al salir de la misma Iglesia». Creo que no es necesario agregar mucho más. La Palabra de Dios fue obrando en esta persona maravillas y fue cambiándola y haciendo un corazón mucho más abierto y comprensivo.

Necesitamos fe para ver los milagros de Dios, necesitamos fe para darnos cuenta que Dios está presente. Por eso lo mejor que podemos pedir es la fe, no es pedir milagros. Si tenemos fe, veremos milagros continuamente en lo sencillo de cada día; el milagro de poder despertar, levantarnos y ver todo lo que Dios nos regaló, nuestra familia, nuestros hijos; el milagro de haber recibido tantos dones espirituales y materiales.

Pidamos fe para poder descubrir que él está siempre y que lo humano no sea un obstáculo para creer, sino todo lo contrario, el trampolín para confiar en su presencia.