Se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.
Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua.
Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: « ¿Quieres curarte?»
El respondió: «Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes.»
Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y camina.»
En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar.
Era un sábado, y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: «Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla.»
El les respondió: «El que me curó me dijo: “Toma tu camilla y camina.”» Ellos le preguntaron: « ¿Quién es ese hombre que te dijo: “Toma tu camilla y camina?”»
Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí.
Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: «Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía.»
El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.
Palabra del Señor
Comentario
Lo que le falta escuchar a este mundo son palabras de amor, palabras que contengan amor pero que realmente lo transmitan. Lo que nos falta a nosotros escuchar muchas veces son palabras que nos confirmen que somos amados. La mejor terapia es el amor verdadero y todas nuestras terapias psicológicas son necesarias cuando nos faltó amor, o por lo menos cuando no lo percibimos en la medida que lo necesitábamos. Por eso es lindo volver a escuchar siempre: «Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna». Dios te ama y me ama tanto… tanto, tanto que no podemos imaginarlo, tanto que nos cuesta comprenderlo. Nos ama y por eso vino al mundo por nosotros. Nos ama tanto que, si creemos en ese amor, aunque nuestro cuerpo se vaya muriendo, en realidad nosotros seguiremos viviendo. Esto necesitamos escuchar una vez más, los que son amados y fueron amados por sus más cercanos y, especialmente, los que no lo fueron ni lo son. El mundo necesita escuchar que Dios lo ama, aunque se lo olvide muchas veces, aunque su corazón esté en otra cosa, porque en los momentos que lo necesite acudirá, acudiremos a ese amor que es incondicional, que siempre está. Vos y yo somos de algún modo las voces de Jesús en medio de este mundo, las voces que deben gritar con amor de que Dios es amor y que Dios nos ama, los ama a todos.
Todas las barbaridades que vemos que pasan en este mundo son, en el fondo, un grito desesperado de necesidad de ser amados. No hay hambre, más doloroso que el hambre de amor, y las razones más profundas por las cuales obramos mal son las de no sentirnos amados y, por lo tanto, no amar. Pidamos a Jesús que nunca nos olvidemos de su amor, de que nunca dudemos que, a pesar de todo, él siempre nos ama. Como esos dos padres de familias que murieron de hace poco –me contaron sus hijos, su familia–, que cada mañana enviaban los audios. Los dos murieron repentinamente, dolorosamente. Sin embargo, esa mañana uno de ellos había escuchado el audio con la Palabra y se dedicaba a transmitirlo con mucho amor. «Escuchen –decía–, escuchen». El otro siempre la mandaba, pero esa mañana no pudo enviarla porque murió, partió de este mundo. Por eso se dieron cuenta que había muerto, porque él siempre mandaba la Palabra una hora. ¡Cómo me conmovió el relato de estas dos familias!, pero, al mismo tiempo, ¡qué alegría, qué gozo escuchar que hay hombres y mujeres que día a día quieren gritarle a los demás, con mucho amor, que Dios los ama!
Algo del Evangelio de hoy muestra, de alguna manera, que Jesús es el único que ve lo que nadie ve, que Jesús es el que ama en el silencio, en lo oculto, aunque parezca que nadie nos ama. Dice la Palabra: «Yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua. Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años». Esperaban y esperaba ser sanado. Pero la piscina en realidad no es un lugar, sino que es el mismo Jesús, para nosotros, porque él es el agua viva en donde todos debemos sumergirnos para encontrar alivio, frescura y vida. Este pobre hombre del evangelio de hoy no tenía quien lo acerque a la pileta, en donde supuestamente se iba a curar. Treinta y ocho años de enfermedad y no sabemos cuántos años de indiferencia. Nadie lo acercaba al «agua de Dios» mientras él boqueaba de dolor, como un pez fuera del agua. Nadie se compadecía de él, hasta que apareció el buen Jesús. Solo él se acercó a preguntarle qué quería. El milagro muestra también algo más profundo todavía, no solo la curación.
¿Quién es el que lo cura finalmente: el agua de la piscina o Jesús? ¿Cuál es el agua de Dios de nuestros tiempos? Digo esto porque hoy escuchamos tantas cosas, tantas alternativas de curaciones, tantas «piscinas» que nos ofrecen, de curanderos, sanadores, videntes, cursos de no sé qué y el spa de no sé cuánto, y uno se pregunta: ¿Y Jesús? ¿Y el pobre Jesús, que nos espera siempre? ¿Qué nos pasa que a veces no acudimos a él o no dejamos que él acuda a nosotros para preguntarnos si queremos curarnos? Es entendible que ante el dolor y la desesperación uno busque todo lo que está al alcance de la mano casi desesperadamente, todo lo que le ofrecen. Pero no nos dejemos engañar, no nos dejemos atraer por propuestas tentadoras. Es entendible que a veces erremos el camino, pero, al mismo tiempo, también es inentendible que teniendo a Jesús busquemos cosas tan pequeñas, tan insignificantes en comparación con él.
Jesús hoy nos dice a todos: «¿Querés curarte? ¿Querés dejarte ayudar? ¿Querés salir de esta enfermedad espiritual en la que te metiste sin querer y no podés salir?» La Cuaresma es tiempo de salir de eso, de tomar la camilla y levantarse, resucitar y dejar el pecado, la debilidad que nos agobia, la avaricia, la pereza, la lujuria, la soberbia insoportable, la gula, la ira, la envidia y todo lo que nos aleja de los demás y de nuestro Padre. El remedio es simple, pero implica un poco de nuestra parte.
Siempre hay alguien que puede sumergirnos en el «agua de Dios», que en realidad es Jesús. Nosotros podemos ser los que ayudemos a otros a encontrar a nuestro salvador. No solo los sacerdotes, todos somos la voz de Jesús en medio de este mundo olvidadizo de amor. Jesús sabe que desde hace mucho tiempo estamos así, solo él lo sabe. ¡Levantémonos, tomemos nuestras camillas y empecemos a caminar!