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IV Lunes de Cuaresma

Jesús partió hacia Galilea. Él mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.

Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.

Jesús le dijo: «Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen.»

El funcionario le respondió: «Señor, baja antes que mi hijo se muera.»

«Vuelve a tu casa, tu hijo vive», le dijo Jesús.

El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora se había sentido mejor. «Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre», le respondieron.

El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive.» Y entonces creyó él y toda su familia.

Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.

Palabra del Señor

Comentario

Antes que olvidarnos de Dios, de su amor, es mejor «que se nos paralice la mano derecha, que se nos pegue la lengua al paladar». Algo de esto expresaba el salmo que escuchábamos en la misa de ayer, domingo. Empecemos esta semana con este deseo, con la decisión de centrar nuestras obras, palabras y pensamientos en los de Dios. Cuando nos olvidamos de que «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna», nos vamos perdiendo en la vida y, de a poco, las «tinieblas» empiezan a copar nuestro corazón.

El amor incondicional de Dios Padre hacia cada ser humano, enviando a su Hijo a este mundo para amarnos hasta el fin, debería ser el ancla que nos sostenga siempre, en cada momento, mientras navegamos en el mar de esta vida, tanto en los momentos de alegría como en los de tristeza. El amor de Dios debería estar «por encima de todas nuestras alegrías», de todos nuestros anhelos y deseos, por más legítimos y verdaderos que sean. El amor incondicional de Dios, más allá de todos nuestros olvidos, tiene que ser el lugar en donde todos podamos descansar, en un mundo donde parece ser que no tenemos descanso. Empecemos así esta semana, ¿te animas? Creo que se puede, creo que podemos pedirlo como gracia todos. ¡Qué lindo cuando uno encuentra personas que viven así, deseando el amor de Dios y deseando que otros lo conozcan!

Algo del Evangelio de hoy nos muestra cómo este padre pudo comprobar por sí mismo que el milagro que tanto había soñado (la curación de su hijo) coincidía con la hora en la que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Fue a pedirle que baje con él, o sea, le pidió en realidad que lo acompañe muchos kilómetros hasta su casa. Sin embargo, Jesús lo invitó a confiar en su Palabra, lo invitó a creer antes de ver, aunque podríamos decir que terminó de creer cuando vio. Contrario a lo que nosotros muchas veces necesitamos, ver para creer. Jesús nos da algo de fe, podríamos decir, pero al mismo tiempo nos anima a confiar más y más, para que esa fe crezca, y después terminemos de creer, y así sea como un ida y vuelta.

Hoy Jesús sigue invitándonos a muchos a creer, a confiar, a no buscar más signos que su Palabra. Porque el mayor milagro que él puede lograr en nuestra vida, además de curar enfermedades físicas (cosa que pasa tantas veces), es la de creer, es la de confiar en lo que nos dice, en su amor. Creer y confiar es un milagro en un mundo lleno de miedos y dudas. Creer y confiar en la Palabra de Dios es un milagro en nuestro corazón, que a veces todo lo calcula, todo lo mide y de todo se quiere asegurar. En cambio, el que cree se anima a no calcular tanto, a no medir todo y a no estar buscando seguridad en cada paso, sino a dejar espacio también a la novedad, como el hombre del evangelio de hoy. Va en busca de Jesús con un fin, con una intención; sin embargo, se vuelve solo con unas palabras, con promesas y un corazón lleno de confianza. «Creyó y se puso en camino», dice el evangelio.

El creer nos pone en un camino diferente. Creer es moverse, no es cruzarse de brazos. El que cree empieza a moverse en la dirección que Jesús le señala; «Volvé a tu casa», le dijo. Por eso, más allá de lo que pidas a Jesús día a día, más allá del deseo que tengas de que cure la enfermedad de un ser querido, de un amigo tuyo o de quien sea, él quiere que nos movamos, que vayamos hacia ellos, por los cuales también nosotros estamos pidiendo. Más allá de que al buscar a Jesús para algo en especial, también es bueno que aprendas a escucharlo, que aprendamos a escuchar lo que nos dice: «Volvé a tu casa, tu hijo vive». Volvé a lo tuyo, ponete en camino. Cree y confiá. La vida es camino, la fe es un camino y solo caminando se empieza a ver mejor. Solo empezando a confiar, solo empezando a perder tantos miedos, tantos porqués, tantas dudas, se empieza a descubrir que las palabras de Jesús se van cumpliendo. Creer es esto. Creer no es magia.

Creer es buscar a Jesús, buscar algo de él, pero aprender a recibir lo que él quiere darnos y, al mismo tiempo, animarse a esperar «lo que venga» –como decimos a veces–, lo que Dios quiera; pero siempre con él, sabiendo siempre que, si estamos con él, nada podrá «voltearnos», nada podrá quitarnos la seguridad y alegría de ver signos de su amor en cada paso que damos.

En esta semana de Cuaresma pidamos más claridad para confiar sin pedir nada a cambio, para confiar en la medida que caminemos descubriendo el sentido de lo que hacemos. Pidamos confiar en las palabras de Jesús y ponernos en camino, no hay que dar muchas vueltas.