«Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría. Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero.
Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes. Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió.
Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí, y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida.
Mi gloria no viene de los hombres. Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes. He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir. ¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?
No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza. Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí. Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?»
Palabra del Señor
Comentario
«Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas», decía la Palabra del domingo. ¿Te diste cuenta de que cuando estás en la oscuridad y de golpe se enciende la luz, tus ojos tardan en acostumbrarse y casi no podés ver? Los ojos «odian», de alguna manera, la luz cuando las pupilas están acostumbradas a la oscuridad. De la misma manera, el hombre rechaza el bien cuando está, sin darse cuenta o sabiéndolo, en las tinieblas, en el pecado, en la debilidad. Por eso el mundo odia el bien, la verdad y la belleza, porque prefiere mantenerse en la ignorancia, en la oscuridad, creyendo que lo que ve es la verdadera realidad. Pasa a nivel global, le pasa a esta «cultura de la muerte», como decía san Juan Pablo II, que es capaz de justificar un genocidio en pos de un bien aparentemente con muchos derechos.
También nos pasa a nosotros cuando «envidiamos» el buen obrar de otros, pasa dentro de la Iglesia cuando pensamos «mundanamente», en modo mundo, y nos adaptamos a una cultura que le gusta «dialogar» a su manera y nos va «acorralando» para que nosotros no ventilemos la verdad. La dictadura del relativismo, como la llamaba Benedicto XVI, que gobierna al mundo odia la luz de Jesús y nos acusa de «cerrados» y retrógradas a nosotros, mientras ellos imponen una nueva forma de vivir que excluye otros modos de pensar y vivir. ¿No te pasó alguna vez? Hay muchísimas personas que se llaman así mismas «supuestamente» abiertas, pero que, en realidad, te crucifican, de algún modo, cuando opinás distinto, cuando expresás tu manera de pensar y sentir la vida. Es muy contradictorio, pero pasa.
Esto pasa cuando el corazón del ser humano está en las tinieblas, cuando se cree dueño de una propia verdad, pero no acepta la verdad que viene de Dios, que es la única verdadera, valga la redundancia. Nadie dice, por lo menos desde la Iglesia, que debemos imponer una forma de pensar, pero tampoco podemos resignarnos a que nos impongan una verdad que destruye al ser humano. No podemos callarnos. Vos y yo somos testigos de algo superior, de algo trascendente y esa es nuestra gran alegría y nuestra gran tarea. Si habláramos en nombre nuestro, seríamos como aquellos que quieren imponer su verdad.
Sobre esto habla también Algo del Evangelio de hoy. Jesús no habló en su nombre, sino en nombre del Padre. Juan el Bautista, los apóstoles no hablaron en su nombre, con la sabiduría de este mundo. Nosotros no hablamos en nombre nuestro. No nos creerán por hablar mucho o hacer mucho, por ser unos genios y grandes pensantes, hacedores de cosas y llenos de aplausos, sino por ser transparentes en el sentido más profundo y cristiano de la palabra. Ser luces que no tienen luz propia, porque a veces no nos da el corazón, porque a veces todo nos abruma y las tinieblas nos pasan por encima, porque estamos cansados y caemos y también pecamos. Lo más lindo de ser testigos de Jesús, de ser luces, es justamente que la luz no es nuestra y por eso, si la sabemos cuidar, nunca se apagará, y aunque nosotros caigamos siempre, habrá alguien que la volverá a reflejar. Si crees que no podés, es justamente porque estás pensando que podés por tus propias fuerzas, y en realidad es todo al revés. Cuando te convenzas de que por tu fuerza vos no podés, será justamente cuando dejes brillar lo que viene de Jesús y te conviertas en lámpara que arde y porte una luz que no se cansará de brillar e iluminar, la luz del mundo que es el mismo Jesús.
Cuando somos nosotros los que nos ponemos en el centro, cuando pensamos que los frutos vendrán gracias a nuestras «iluminaciones» o grandes ideas, es justamente cuando los frutos no son abundantes o, por lo menos, no serán tan duraderos. La paz del corazón, la alegría perfecta es la que brota de la certeza de percibir que la obra no es nuestra, que la obra es de Dios, que nosotros somos simples servidores y que, muchas veces, desde la cruz del fracaso surgirán las mayores bendiciones.
Eso es lo que experimentó Jesús en carne propia, eso es lo que vivieron los santos, eso es a lo que estamos llamados a vivir. No importa el qué dirán; no importa que te digan fracasado, fracasada, que piensen que lo que hacés no tiene sentido; no importa que no veamos los frutos, lo que importa es hacer lo que Jesús nos pide, dejándole a él lo que le corresponde solo a él, solo a Dios.