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IV Domingo de Adviento

En aquellos días:

María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó:

«¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor.»

Palabra del Señor

Comentario

Empezamos este lindo cuarto domingo de adviento, domingo previo a la Navidad. Queda poco para que celebremos una de las grandes fiestas de nuestra fe, la fiesta que le abre las puertas a la llegada de Dios a nuestro mundo, a nuestras vidas; y qué bueno que en este día podamos contemplar a María. Aparece ella, como siempre, María que fue feliz por haber creído que se cumpliría en ella lo que fue anunciado de parte del Señor, por medio del Ángel.

Todo lo que a lo largo de los domingos de este tiempo nos propuso la Iglesia para aprender, para asimilar, para contemplar; todo, absolutamente todo, se cumple en María. María lo vive y hoy ella nos lo enseña. Ella esperó, supo esperar, fue paciente. Ella también se preparó, estuvo dispuesta a escuchar a Dios en la Anunciación, y por eso fue feliz, por haberse entregado sin condiciones. María es nuestro modelo para que, estemos como estemos, hayamos llegado como hayamos llegado estos días a la Navidad: cansados, agobiados con las compras de acá para allá, con el fin de año, a veces no atendiendo lo importante o lo urgente, a veces con algún dolor, una tristeza, acarreando también la carga de nuestros pecados, nuestras culpas, mediocridades o tibiezas; no importa, no importa cómo estemos llegando, lo importante es dejar que Dios llegue, es al revés. No podemos negar lo que vivimos, no es sano hacer como que nada nos pasó, o bien esconder lo difícil y doloroso. Dejemos que Dios llegue a nuestras vidas así como estamos, porque solo puede ser feliz el que cree en esto, el que confía en Dios Padre, el que le cree a Dios, el que acepta todo de él, tanto lo que le agrada como aquello que en un principio no parece tan agradable. Por eso, vuelvo a repetir, hoy no importa cómo estemos llegando a la Navidad, no importa, no analicemos tanto nuestro estado de las cosas que cumplimos y aquellas que no pudimos cumplir, lo que hicimos o lo que dejamos de hacer. Empecemos a decir: «Bueno, ¡quiero creer en esto, quiero que Dios llegue a mi vida! Quiero que alguna “María” portadora de Jesús en su corazón, traiga al niño y me alcance la alegría –como se la llevó en Algo del Evangelio de hoy a santa Isabel–».

Seremos felices si en este Adviento anduvimos esperando, deseando la llegada de Dios, «deseando»; eso es lo más importante: el deseo, no importa tanto el cómo, desear la llegada de Dios nuevamente a nuestras vidas, a nuestro corazón. Vamos a ser felices si en estos días nos damos cuenta que sólo es feliz –valga la redundancia– realmente el que recibe a Jesús con un corazón dispuesto, abierto, grande, no importa si parece un pesebre un poco sucio, lo importante que más allá de todas las cosas que vamos a hacer estos días: los regalos, las vacaciones, las comidas y todo eso, es recibir al Niño como lo recibió María, sin mucho ruido, llevándolo escondido en su vientre y experimentando así la alegría más plena, llevando esta alegría y felicidad a los demás. María no tiró fuegos artificiales, no gastó dinero para «fabricarse» una experiencia de Dios, lo recibió como estaba. Jesús no llega en medio de tanto ruido, llega a aquellos que creen y en silencio aceptan la voluntad del Padre.

¿Qué hizo María para que su presencia causara tanta alegría? ¿Le explicó a Isabel las cosas de Dios, fundamentó algo sobre Dios, dio explicaciones teológicas?, ¿o narró su experiencia de lo bien que se sentía por haber sido elegida? ¡Nada de eso! Lo único que hizo María fue estar, servir. Y por obra del Espíritu, Juan el Bautista en el vientre de santa Isabel reconoció a Jesús y así Isabel también lo reconoció. Santa Isabel reconoció que María llevaba en su vientre al Niño Jesús. Al percibir Isabel dentro de su vientre el movimiento de Juan el Bautista, se dio cuenta que algo especial llevaba María. En realidad, fue obra del Espíritu Santo, solo podemos reconocer a Jesús en nuestras vidas y en otros, gracias al Espíritu Santo.

Entonces tenemos que pedir esto en este tiempo, que podamos reconocer a Jesús en nuestros hermanos, en alguien que lo trae en su corazón, en un pobre al que puedo ayudar, en alguien a quien voy a visitar en esta Navidad, en mi familia, en mi esposo, en mi esposa, en mis primos, en quien sea, en nuestros hijos. Tenemos que pedirle al Espíritu Santo que nos ayude a descubrir a Jesús en alguien. Es mucho más lindo creer.

¿Hasta cuándo vamos a seguir dudando y calculando tanto? ¿Hasta cuándo vamos a esperar que otros hagan lo que nosotros podemos hacer, servir, creer para servir? Las promesas de Dios se cumplen y por eso el que se entrega es feliz, y solo se entrega en realidad el que realmente cree.

Evitemos el aturdimiento, evitemos que las preocupaciones de este mundo opaquen la alegría de creer en la presencia de Jesús en nuestras vidas. No dejemos que el consumismo exacerbado de estos días nos haga pensar que por tener más y comprar más vamos a alcanzar una felicidad que en realidad solo Dios nos puede regalar. No nos dejemos engañar, no gastemos de más, aprovechemos para disfrutar austeramente la celebración más linda y sencilla de nuestra fe, la que nos enseña que Dios no eligió el ruido y la riqueza para manifestarse, sino todo lo contrario.

Pidamos hoy al Señor esa fe, vivamos un domingo en paz, disfrutemos estos días de Navidad para que podamos llegar a ella así, estemos como estemos; con un corazón grande y deseoso de que Él nazca otra vez en nuestras vidas y que se repita ese misterio de gozo en nuestras almas y en la de los que nos rodean.