Al atardecer de aquel día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla.» Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?»
Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?»
Palabra del Señor
Comentario
¡Qué bien nos haría tener más tiempo cada día para dedicarle a la lectura y la meditación de la Palabra de Dios! Me lo planteo también siempre como sacerdote, siempre, en especial cuando experimento que justamente cuanto más le dedico a la oración, más especial se hace el día. Seguro que alguna vez te pasó. Y es ahí cuando me digo: ¡Si hiciera esto todos los días, con más corazón, con amor nuevo, con constancia, con decisión, qué distinto serían mis días y qué bien que le haría a los demás! Pero lo que me pregunto y te pregunto: ¿qué es lo que nos falta: tiempo o amor?
San Juan Pablo II, cuando estuvo en Argentina desde hace muchos años, dijo algo así (yo lo leí de grande, porque cuando vino a Argentina, era niño, pero recuerdo lo que leí): «El cristiano que dice que no tiene tiempo para rezar, lo que le falta no es tiempo, sino amor». ¿Hace falta que explique esta frase? Creo que no. No me falta tiempo en mi día, aunque a veces quisiera que el día dure un poco más, lo que me falta, lo que nos falta es un poco más de fe y de amor, para saber que Jesús siempre está para escucharnos, aunque parezca dormido, que siempre está en cada sagrario, en cada lugar de adoración, en cada instante del día. No nos falta tiempo, ni a vos ni a mí. Nos falta amor, para dedicarle tiempo al que nos dio su amor. Nos falta hacernos el tiempo para lo que realmente, a la larga, vale la pena.
Estuvimos esta semana reflexionando un poco sobre cómo Dios mira, que Dios no mira las apariencias, sino que mira el corazón; que Dios sabe mirar lo que nadie puede mirar; que Dios no es como nosotros, que ve y que no profundiza, sino todo lo contrario, él ve y mira en lo profundo. Por eso sabe todo lo que nos pasa, sabe lo que callamos, lo que no nos animamos a decir, sabe de nuestras luchas, sabe de nuestras alegrías y tristezas, lo que nadie sabe. Y por eso, eso nos tiene que dar paz en este sábado, paz al corazón y también animarnos a pedirle que nos dé su mirada, que dejemos de ver solamente por afuera lo que pasa y juzguemos con nuestro pobre corazón, sino que aprendamos también a mirar como él mira y a no sacar conclusiones rápidamente; al contrario, saber esperar, saber tener paciencia, saber amar en definitiva, porque aquel que sabe mirar como Dios mira, finalmente ama como él ama.
Hoy prefiero tomar Algo del Evangelio y no hacer lo que hacemos a veces como ese resumen de la semana, porque el Evangelio de hoy, esta escena es demasiada buena, demasiado linda como para pasarlo de largo. Quiero tomar una idea, o una imagen de fondo: Jesús durmiendo mientras todo parece que se va «llenando de agua», mientras todo se inunda. Increíble. ¿Quién de nosotros no hubiese tenido la misma actitud de los discípulos? ¿Quién de nosotros no tuvo alguna vez esa misma reacción para con Jesús?: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?». Jesús, ¿no te importa que nos tape el agua de la injusticia, de la insensatez, de la amargura, del pecado, de los vicios, de la pobreza, de la maldad, de nuestras debilidades, del sinsentido, de la depresión, de todo lo que ahoga a este mundo y nos hace vivir así inestables, pensando que en cualquier momento esto se puede hundir? ¿No te importa? Decinos la verdad, Jesús, ¿te importa verdaderamente?
Una imagen puede más que mil palabras, se dice, y a veces el silencio de Dios –tenemos que recordar– es un modo de comunicarse con nosotros. Dios no se comunica con nosotros solo hablando, sino también a veces durmiendo, con sus silencios que a veces nos abruman y desesperan. ¡Qué extraño!, ¿no? El silencio de Dios es también semilla del Reino sembrada en nuestros corazones, que dará fruto a su tiempo, que nos enseña cómo él mira distinto. A él sí le importa que nos «ahoguemos», aunque no parezca, por eso se levanta cuando es necesario y hace callar al viento y el mar, que se pone bastante difícil y nos quiere tapar el corazón.
Pero lo que realmente le importa a Jesús, es que perdamos la fe, es que dudemos de él, de su presencia en la barca de este mundo, en la barca de la Iglesia. Eso es en realidad «ahogarse», perder la confianza, dejar de creer que él está, aun cuando parece que está dormido. Es ahí cuando en el fondo tenemos que sentirnos ahogados en serio, cuando perdemos la fe. No cuando las cosas del mundo nos sobrepasan, cuando lo externo parece que nos «inunda», sino cuando el corazón se inunda de angustia, cuando deja de creer, de confiar, cuando deja de hablar con Jesús, cuando deja de escuchar. Cuando estemos así, ahí sí preocupémonos, ahí sí demos un grito fuerte. Mientras tanto, todo lo demás es solucionable de una manera u otra.
Terminemos esta semana escuchando a nuestro Maestro, tranquilos, en silencio. Mientras todo el mundo anda de acá para allá buscando no sé qué, nosotros busquemos otra cosa, escuchemos otra cosa: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?».