Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.”
En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.»
Palabra del Señor
Comentario
Creo que podemos aprovechar este sábado, terminando esta semana, para pedirle a la Palabra de Dios que produzca lo que necesitamos en nosotros y en los demás; porque acordémonos que la Palabra de Dios es como la lluvia que no vuelve al cielo sin haber hecho germinar la semilla, sin haberla hecho crecer, sin haber fecundado la tierra, la tierra de nuestra vida, la tierra de nuestro corazón, de nuestras actividades y proyectos, de todo lo que somos. Y bueno, depende de nosotros también que esa lluvia produzca su efecto, y una de las cosas que podemos hacer es pedirle al Padre, pedirle que produzca lo que necesitamos de lo que escuchamos esta semana, aquel Evangelio que más nos tocó el corazón, que más nos representó, que más nos mostró de algún modo lo que estamos viviendo.
Y de la parábola de Algo del Evangelio de hoy creo que lo primero que podemos decir o lo que se me ocurre hoy decir es: ¿No será que a veces interpretamos demasiado literal algunas cosas del Evangelio y nos olvidamos de lo esencial, de lo más profundo? Lo digo porque a veces pasa mucho en nuestras Iglesias que cuando hay celebraciones de poca gente –celebraciones semanales, por ejemplo–, también en las dominicales, la gente se va siempre al fondo, se va a los asientos del fondo, a grandes distancias, como si a veces pensáramos que dependiendo del lugar que ocupemos estamos más o menos cerca de Dios, o lo merecemos más o menos, o que es un signo de humildad o no. Y hoy justamente el Señor nos quiere mostrar que no se trata de eso.
Obviamente la actitud del publicano que está lejos, es la actitud del que se siente pecador, del que se siente necesitado de Dios y, al mismo tiempo, avergonzado; y la actitud del fariseo que está de pie, es todo lo contrario, porque él se siente justo, se siente mejor que los demás y da gracias porque «no es como los demás». Pero entonces no es una cuestión de lugar, de estar parado, sentado, de estar sentado más cerca o menos, o en el asiento de adelante o en el de atrás, porque puedo estar en el primer asiento sintiéndome un gran pecador y por tanto necesitado de Dios que es lo que me hace ir hasta ahí; puedo ser sacerdote y estar en el altar, muy cerca de Dios aparentemente, pero mi corazón puede estar lejos de él, porque soy soberbio y pienso que soy más que los demás, entonces, en definitiva, no importa tanto el lugar.
Vamos a lo esencial del Evangelio: Jesús se refiere a aquellos que se tenían por justos y despreciaban a los demás; y de eso es de lo que debemos tener cuidado, reflexionar si nosotros a veces de alguna forma en nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar o de mirar a los demás, no nos creemos un poco más justos y despreciamos a los otros. En el fondo es esa actitud la que nos aleja de Dios, cuando me siento capaz de juzgar y pensar que soy diferente, incluso agradecer que soy diferente y llegar a decir: «Gracias, Señor, porque me libraste de esto o de lo otro», y miro a los demás de reojo. Cuando caemos en esa actitud de soberbia, es cuando más lejos estamos del Padre y no nos iremos «justificados» en nuestra oración.
La oración que brota del fondo de nuestro corazón no es creernos diferentes a los demás, sino más bien pedirle al Señor que nos ayude a reconocernos como realmente somos y no temer mostrarnos ante Dios como realmente somos. Me contó alguna vez un sacerdote que después de una misa, en el atrio de la Iglesia mientras saludaba a los que salían, escuchó a un grupo de señoras que hablaban entre ellas y decían algo así: «Y al final en el cielo vamos a estar los mismos de siempre», como una actitud de mucha soberbia, de la cual seguramente no se daban cuenta, estas señoras que estaban hablando incluso después de salir de misa.
¿No será que a veces nosotros nos creemos como una élite dentro de la Iglesia o del mundo? ¿No será que muchas veces tenemos mucha soberbia en el corazón? Nos creemos como la élite de los que estamos más cerca, y «menos mal que somos nosotros, menos mal que Dios nos eligió a nosotros».
Hay que tener mucho cuidado de no caer en este orgullo tan sutil que se mete en el corazón de los «más creyentes» incluso, de los que aparentemente estamos más cerca de Dios, estamos «de pie» al lado de Dios. Mejor es salir justificado de la oración, porque el que se humilla será ensalzado; el que se reconoce como es –a eso se refirió Jesús–, ese es el que se humilla. Humillarse, entonces, es reconocerse con la verdad. «La humildad es la verdad», decía santa Teresa, y por eso aquel que se pone frente a Dios sin miedo a mostrarse como es y por esa pequeñez que reconoce en él pide perdón y se arrodilla, también como una actitud interior, es el que realmente saldrá de la presencia de Dios como él quiere que salgamos y no como nosotros creemos que tenemos que salir.
Pidámosle esta gracia en este fin de semana, aprovechemos para pedirle a la Palabra que produzca este fruto en nosotros: frutos de humildad, que es lo que realmente nos ayuda a vivir como el Señor quiere.