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III Sábado de Cuaresma

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:

«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.”

En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.»

Palabra del Señor

Comentario

Podemos pasarnos la vida intentando «comerciar» con Dios, queriendo recibir algo y, al mismo tiempo, estar perdiéndonos todo lo que tiene para darnos gratuitamente, más allá de nuestras entregas. Hay cristianos que se enojan con Dios cuando no reciben lo que querían o pensaban que tenían que recibir. Hay cristianos que se pasan la vida pensando que deben «rendirle cuentas» a Dios, porque en definitiva no confían en su amor, no nos damos cuenta que nuestro Padre nos ama más allá de lo que hayamos hecho, sea bueno o sea malo. Después deberemos cambiar, pero primero hay que darnos cuenta. No podemos pensar que Dios es como un banquero que está en el cielo «negociando» con sus hijos para ver quién produce más, para ver a quién ama más según lo que hace o deja de hacer. Menos mal que Dios no es como a veces nosotros pensamos.

Dios es Padre, pero de una manera que no podemos imaginar, de un modo que ningún padre de la tierra podría igualar. Nuestras ideas sobre lo que es la paternidad se acercan un poco a lo que realmente es, pero siempre es menos, muchísimo menos de lo que realmente es. Si Dios no es comerciante, ¿por qué nosotros a veces nos empecinamos en intentar hacer «tratos con él»? Se ve que lo llevamos como adherido al corazón, se ve que nos manejamos así en el mundo y eso sin querer lo trasladamos a nuestra relación con él. Pidamos en este fin de semana, en este sábado, que Jesús expulse definitivamente de nuestro templo-corazón todas las actitudes y pensamientos comerciales que llevamos dentro y que no nos dejan descubrir a un Dios Padre providente siempre, pase lo que pase, hagamos lo que hagamos, y que eso, más que ayudarnos a relajarnos, nos impulsa a amarlo más.

Justamente hoy el Señor en Algo del Evangelio nos quiere mostrar que nuestra relación con él no se trata de hacer cosas simplemente, porque claramente el fariseo que había hecho mucho no salió justificado según la Palabra; en cambio, el que parecía más lejano y lleno de miseria, el publicano, salió justificado, o sea, salió santificado.

La actitud del publicano que está lejos, es la actitud del que se siente débil, pecador, del que se siente necesitado de salvación; y la actitud del fariseo que está de pie, es todo lo contrario, porque se siente justo, se siente mejor que los demás y da gracias porque «no es como los demás». Y por eso no es una cuestión de qué lugar ocupamos en el templo. Puedo estar en el primer asiento sintiéndome un gran pecador y por lo tanto necesitado de mi buen Dios, que es lo que me hace ir hasta ahí, o puedo ser sacerdote y estar muy cerca del altar pero en el fondo estar lejos de Dios; mi corazón puede estar lejos del Padre, porque soy soberbio y pienso que soy más que los demás. En definitiva, no importa el lugar, importa la actitud.

Vamos entonces a lo esencial de la escena de hoy: Jesús se refiere a aquellos que se tenían por justos y despreciaban a los demás. Y de eso es de lo que tenemos que tener siempre cuidado, reflexionar si nosotros en alguna forma de pensar, de sentir, de actuar o de mirar a los demás, no nos creemos un poco más justos y despreciamos a los otros. En el fondo, es esa actitud la que nos aleja de Dios. Cuando nos sentimos capaces de juzgar y pensar que somos diferentes y eso nos ponga en un lugar distinto –incluso agradecer que soy distinto a los demás y llegar a decir: «Gracias, Señor, porque me libraste de esto o de lo otro»–, y por eso miro a los demás de reojo, desde arriba; cuando caemos en esa actitud de soberbia, es cuanto más lejos estamos de Dios y no nos iremos «justificados» en nuestra oración por más que nosotros creamos que sí.

La oración que brota del fondo de nuestro corazón no es creernos diferentes a los demás, sino más bien pedirle al Señor que nos ayude a reconocernos como lo que realmente somos y no tener que mostrarnos ante él con caretas, escondiéndonos o fingiendo.

¿A veces no nos pasa que nos creemos como una élite dentro de la Iglesia? Como la élite de los que estamos más cerca y «menos mal que somos nosotros, menos mal que Dios nos eligió a nosotros». Hay que tener mucho cuidado de no caer en esta soberbia tan sutil que se puede meter en el corazón de los supuestamente «más creyentes», incluso de los que aparentemente estamos más cerca, estamos al pie y «de pie» al lado de Dios.

Mejor es salir justificado de la oración, porque el que se humilla será ensalzado. El que se reconoce cómo es, a eso se refiere Jesús, ese será ensalzado. Humillarse es reconocerse con la verdad. «La humildad es la verdad», decía santa Teresa de Jesús, y por eso aquel que se pone frente a Dios sin miedo a mostrarse tal como es y por esa pequeñez que reconoce en él, pide perdón y se arrodilla también como en una actitud interior. Ese es el que realmente saldrá de la presencia de Dios, como él quiere que salgamos y no como nosotros creemos que tenemos que salir.

Pidamos esta gracia en este sábado. Aprovechemos para pedirle a la Palabra que produzca este fruto en nosotros: frutos de humildad, que es lo que realmente nos ayuda a vivir como el Señor quiere.