«No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice.
El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos».
Palabra del Señor
Comentario
Volvamos a escuchar unas palabras que hablan sobre la misma Palabra de Dios y sus consecuencias para el que las escucha con disposición: «Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé». Volver a insistir en que la Palabra es como la lluvia, que empapa, que fecunda, que hace bien, es necesario para convencernos de vivirla, para no cansarnos, para seguir adelante, para no desfallecer, para no creer que no la necesitamos, para reconocer que es Dios el que hace crecer y que nos conduce a la conversión. Solo él, gracias a su acción continua, la hace crecer en nuestro corazón. Él es el viñador, ¿te acordás?, que decía el Evangelio del domingo, él remueve la tierra, él la abona.
Es lindo imaginar que Dios intenta continuamente eso en nosotros, intenta fecundar, abonar, consolar y animar. Lo que pasa es que los efectos no son inmediatos. Así como pasa con la lluvia, que al caer moja, penetra, pero solo después que sale el sol, calma la sed de las plantas, de la misma manera lo que Dios nos dice y le decimos no siempre nos sorprende con frutos inmediatos. Todo crecimiento es silencioso y necesita tiempo y paciencia. Muchos de los que escuchan la Palabra de Dios no dan frutos porque no saben esperar, los carcome la ansiedad por pretender las cosas al instante. Mucha de nuestra mediocridad y aparente vida de tibieza, siempre igual, tiene que ver con esto: no sabemos esperar, no nos gusta esperar, no nos convence esperar. Todo tiene que ser ya. Por eso la parábola de la higuera que escuchamos el domingo nos ayuda a confiar en la acción de Dios en nuestros corazones, para que finalmente podamos dar frutos. Porque es cierto que muchas veces andamos por la vida siendo un poco estériles, teniendo todo para fructificar, pero nos perdemos en la mediocridad. Es ahí cuando el viñador, que es Jesús, vuelve a apostar por nosotros, a darnos otra oportunidad, a remover nuestra tierra-corazón, a abonarnos con su amor para que podamos dar más de lo que damos.
Apostemos hoy a la eficacia de la acción de Dios y no a nuestra visión de las cosas. Si aprendemos a esperar, Dios siempre nos sorprenderá. Si en algún momento de nuestra vida de fe nos invadió la ilusión de que Jesús vino a la tierra para liberarnos de la necesidad de vivir los mandamientos, Algo del Evangelio de hoy destruye un poco ese…rompe los esquemas: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento». No piensen eso, diríamos nosotros, no vine a eso. No piensen que es así de fácil. Al contrario, no vine a desecharlos, sino a enseñarles a vivir esa ley que está escrita sus corazones. En realidad, Jesús como Hijo del Padre vino a liberarnos de la esclavitud de un cumplimiento sin corazón, del cumplimiento vacío de amor, del cumplimiento que busca calmar una culpa, la conciencia, del cumplimiento que no mira el corazón de Dios, sino el propio, o sea, de un amor egoísta, que en realidad no es amor. El amor es entrega o no es amor. El amor es desinteresado o no es amor. Si el amor se transforma en una «transacción económica», en un «te doy para que me des», es una forma de amor imperfecta, sin alma, sin el verdadero sentido del amor. Es por eso que las palabras de Jesús de hoy pueden ayudarnos a descubrir el corazón de la ley, que, en el fondo, es la ley del corazón; lo que pasa es que no la entendemos bien muchas veces y nos cuesta todavía comprenderla.
Por otro lado, si en el Evangelio aparecen estas palabras de Jesús, quiere decir que siempre existió y existe ese peligro de que ante la novedad queramos a veces desechar lo anterior como algo ya superado. Los mandamientos, la ley de Dios del Antiguo Testamento no es para desecharla, sino para superarla y vivirla como Jesús nos enseña.
Por eso san Pablo, sintetizando toda esta idea, nos dirá: «Amar es cumplir la ley entera». Si no agregamos la sal del amor a nuestras obras, no somos nada, no somos cristianos; somos cumplidores de una ley fría y vacía, nos quedamos en el Antiguo Testamento, somos cristianos «antiguos». La sal da sabor, pero al ser echada en la comida, desaparece, deja de verse. El amor al Padre Dios debe ser la sal escondida de nuestras obras, de nuestro modo de ser, de nuestro ser hijos de Dios, eso que le da sentido al vivir sus mandamientos. Ese es el desafío de nuestra vida. Liberarnos de vivir una relación con Dios que se base en el miedo, en el cumplir por cumplir, en el cumplir porque me lo dijeron, en el cumplir porque me conviene, en el cumplir porque así seré más bueno, en el cumplir para quedarme tranquilo de conciencia creyendo que somos nuestros propios jueces.
Pidamos esto hoy a Jesús, el Hijo de Dios que nos enseña a vivir como hijos libres. Nos enseña a que el amor sincero sea lo que nos impulse a no tirar los mandamientos por la borda, por el «balcón» creyendo que ya pasaron de moda, pero que al mismo tiempo nos ayude a vivir más allá de ellos, amando de verdad, salando nuestras obras con ese condimento que nos da libertad y nos permite dar frutos de santidad, escondidos, imperceptibles a los ojos de este mundo que le gusta lo visible, pero frutos al fin. Todos podemos dar más frutos si nos dejamos remover y abonar por el amor de Jesús, que desea que nos entreguemos de corazón, no dejando que la mirada propia y la de los demás nos juzgue, sino solo nuestro Señor, porque solo él conoce nuestros pensamientos y sentimientos, solo él sabe el porqué y el para qué de nuestro obrar.
Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.