Llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar. La multitud estaba sentada alrededor de Jesús, y le dijeron: «Tu madre y tus hermanos te buscan ahí afuera.»
Él les respondió: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.»
Palabra del Señor
Comentario
Siempre lo más fácil es responder, cuando nos preguntan algo, sin pensar mucho, sin discernir; y responder, por ejemplo, «siempre se hizo así» o «yo soy así», «qué me importa lo que piensen los demás». Son frases que circulan en nuestro interior muchas veces o en nuestro entorno, que no hacen más que clavarnos, por decirlo así, en la mediocridad y no nos dejan descubrir todo lo bueno y nuevo que podemos emprender día a día si nos tomamos la vida en serio.
Es mentira que no podemos cambiar, que no podemos hacer las cosas de otra manera, que no podemos ser más santos, más humildes, más caritativos, más entregados. Y esto no es un eslogan político, es palabra de Dios. Jesús nos invita a cambiar siempre, una y otra vez, sin dejar de ser lo que somos; pero, al mismo tiempo, viendo que siempre podemos crecer, y crecer más. No son buenos los mensajes dentro de la Iglesia donde a veces se invita a quedarnos siempre igual: «Bueno, Dios te quiere así». Sí, es verdad, nos quiere así, pero nos quiere también siempre mejores.
¿Cuántas veces en tu vida te pasó que pensaste que jamás harías ciertas cosas, y por esas cosas de la vida, terminaste descubriendo tu talento o tu capacidad cuando te jugaste por hacerlas? Muchas veces es cuestión de probar, de confiar, de creer. Por eso, Jesús no se cansa de decirnos «conviértanse y crean» o, podríamos decirlo al revés, «cree y cambia, convertite». Cree que podés cambiar algo de tu interior y tu realidad, de tu entorno. Confía en que tenés mucho más para dar. Cree que podés vivir el evangelio en serio. Cree que podés ser santo, que no es solo para algunos. Cree que podés ser santo en cualquier lugar; no necesitás hacer cosas raras, no necesitas ser muy especial o que los demás te aplaudan.
¡Qué lindo sería que muchos pensemos así! Que muchos podamos salir a veces de la mediocridad generalizada en la que vivimos, donde la mayoría se conforma con el «siempre se hizo así» o con el que «todos son iguales», «es lo que hay», «es la culpa de los de arriba», «es el sálvense quien pueda». Disculpá, pero esas frases no son cristianas. Son de hombres y mujeres con poca fe, egoístas a veces que piensan en su mundito, en su ego; que están felices con lo suyo, cómodos en su comodidad, pero no quieren cargarse al hombro el dolor de otros que tanto los necesitan. Son frases de personas que ven el problema y no ven la solución o no lo quieren afrontar, o ni siquiera lo quieren ver porque es mejor mantenerse en la ignorancia y no cambiar nada, sino mantenerse en donde estaban. Sigamos esta semana escuchando las palabras del evangelio del domingo que nos ayuden a compenetrarnos más con las palabras de Dios.
¿No te parece demasiado duro el mensaje de Jesús en Algo del Evangelio de hoy? ¿No es bastante frío con su propia madre que lo va a visitar y se encuentra con esa respuesta? Bueno, aparentemente puede ser así o puede parecer así, pero en realidad depende de cómo interpretemos este momento. Por eso siempre hay que ver el contexto, por eso tenemos que decir obviamente que Jesús jamás pudo haber menospreciado a su madre ni rechazarla, jamás pudo haberla hecho sentir mal ni nada por el estilo. Una mirada muy superficial, incluso de los que estuvieron en ese momento, puede quedarse con un Jesús poco amable con su madre y sus parientes. Un Jesús muy poco humano, diríamos. Cosa que a algunos parece que les gusta mostrar, pero en realidad no es así. Sería una mirada superficial, vuelvo a decir, que no se mete en la verdad de lo que quiere realmente expresar.
Siempre hay que trascender lo que leemos literalmente, porque, como dice san pablo, «la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida». Los católicos no somos «fundamentalistas de la Palabra de Dios», sino que con la ayuda del Espíritu Santo, que vive en la Iglesia, intentamos día a día interpretarla para que se haga vida, carne, en el hoy de nuestros corazones, dejándonos guiar por el todo de la Palabra de Dios y por los grandes intérpretes de la historia.
Jesús no menosprecia a su madre y a sus parientes, sino que aprovecha esa situación para, justamente, abrir más el corazón y enseñarnos a nosotros a abrirlo. Lo dijo para agrandar su corazón como nunca podríamos haberlo imaginado. Agrandar el corazón no quiere decir quitarle lugar al otro o sacarle el lugar a alguien, como inconscientemente a veces lo hacemos; todo lo contrario, sino dar espacio para que entren más. Solo Jesús pudo haber hecho eso tan bien. Eso es algo que debemos aprender también en nuestros afectos humanos, familiares, amistades, en la misma Iglesia.
Él lo hizo con su vida y sus palabras. Amando a todos y diciéndonos que, si cumplimos la voluntad de su Padre, de golpe –por decirlo así–, por gracia de Dios, somos hermanos de él, madres de él, y, por lo tanto, se amplía nuestro corazón a lugares insospechados. Seguro que alguna vez te pasó. Seguro que «gracias a Dios» –como decimos–, gracias a que tenemos fe, tenemos muchas más amistades, hermanos, padres, madres, de las que hubiésemos tenido si nuestra vida hubiese sido sin fe. Es así, vivir la palabra de Dios nos abre el corazón y nos llena de amistades, porque vemos a los demás como hermanos. La Palabra de Dios se hace viva porque se cumple siempre, tarde o temprano, si la vivimos.
Nadie tiene más amor, más capacidad de amar, más amigos, más hermanas, más hermanos, que aquel que es fiel día a día con esfuerzo por hacer la voluntad de nuestro Papá del Cielo. Eso es lo que él quiere, que seamos y nos sintamos hermanos entre nosotros e hijos de él.