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III Domingo durante el año

Muchos han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros, tal como nos fueron transmitidos por aquéllos que han sido desde el comienzo testigos oculares y servidores de la Palabra. Por eso, después de informarme cuidadosamente de todo desde los orígenes, yo también he decidido escribir para ti, excelentísimo Teófilo, un relato ordenado, a fin de que conozcas bien la solidez de las enseñanzas que has recibido.

Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu y su fama se extendió en toda la región. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.

Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».

Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».

Palabra del Señor

Comentario

En este domingo, día para descansar un poco más, día para estar en familia y para hacer algunas cosas que a veces no podemos hacer en la semana, también es día para volver a escuchar la Palabra de Dios.

Y un versículo del Salmo que se lee en la misa de hoy dice así, quería compartirlo: «¡Ojalá sean de tu agrado las palabras de mi boca, y lleguen hasta ti mis pensamientos, Señor, mi Roca y mi redentor!». Estas son las palabras del salmista hacia Dios, pero te propongo que cambiemos la dirección de las palabras. En vez de ser nosotros los que pidamos a Dios que le agraden nuestras palabras –algo que podemos hacer también–, que escuche lo que llevamos dentro del corazón –cosa que Dios seguramente hace mucho mejor que nosotros–, dejemos que sea él, el Padre el que nos diga al oído: ¡Ojalá sean de tu agrado las palabras de mi boca, y lleguen hasta ti mis pensamientos, hijo mío, hija mía, a vos, por quien envié a mi Hijo al mundo a salvarte! Ojalá que hoy nos demos cuenta que Dios al hablarnos quiere revelarnos sus pensamientos, mostrarnos su corazón, abrirnos su corazón, quiere compartirnos su vida, su alegría. Así dice también algo de la primera lectura de hoy: «No estén tristes, porque la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes».

La verdad es que hoy te recomiendo y me recomiendo que leamos todas las lecturas, no tienen desperdicio. Nunca la Palabra de Dios tiene desperdicio, somos nosotros los que las desperdiciamos, porque no las escuchamos bien. ¡Nuestra fortaleza, la que nos da fuerza y nos sostiene, es la alegría del Señor! ¿Y cuál es la alegría del Señor? ¿Cuál es la alegría de Jesús? Darnos su «buena noticia».

Cuando nosotros damos noticias, también nos alegramos. A veces queremos ser los primeros en dar las buenas noticias. Algo del Evangelio de hoy es como si fuera la primera homilía de Jesús, el primer sermón, es una buena noticia para nosotros, para los pobres de corazón, para los pobres de condición, para todos.

Dios Padre se alegra al enviar a su Hijo al mundo a darnos la mejor notica que podemos recibir: liberación, libertad y perdón, misericordia. ¡Ojalá que estás palabras podamos escucharlas con alegría! ¡Ojalá que al escuchar estas palabras caigamos en la cuenta de lo que Dios piensa de nosotros, de lo que siente y eso se convierta en nuestra fortaleza! Nos vamos haciendo fuertes en la vida no en la medida en que confiamos en nuestras fuerzas –valga la redundancia– o en la medida en que descubrimos que tenemos –como se dice– mucho aguante para hacer todo, sino que, al contrario, somos fuertes en la medida en que descubrimos que nuestra fuerza está en reconocer nuestra debilidad y está en reconocer la alegría, la alegría que Dios tiene de salvarnos de esa debilidad, que la tarea de Dios es preocuparse por cada uno de nosotros y que Jesús vino al mundo justamente a eso. Eso es lo que nos debe dar fuerza, eso nos da certezas que nadie nos puede robar, eso nos hace inconmovibles en las batallas de nuestra vida. Esa alegría de Dios nos hace levantarnos en las caídas, eso nos hace liberarnos de las esclavitudes, eso nos ayuda a dejar nuestros pecados, eso nos hace confiar en el perdón, nos hace regocijarnos en la misericordia, de saber que el primer preocupado por nosotros, el primero que es feliz de poder salvarnos es el mismísimo Dios.

¡Ojalá que hoy nos alegremos con la alegría de nuestro Padre que quiere salvarnos! ¡Ojalá nos convenzamos de que Jesús es el cumplimiento de todas las palabras de Dios durante todas las épocas y, al mismo tiempo, todas las palabras de Jesús son palabras de Dios!

El primer sermón de nuestro Maestro no fue un sermón amargo, no fue un sermón deprimente, no nos reprocha, no critica, no nos reclama. Es como si Dios estuviera diciendo, como si Jesús nos dijera hoy: «Yo soy el que viene a liberarte del pecado, de lo que te ata y no te deja amar, de lo que te atrapa y no te deja estar en paz.

Yo soy el que viene a inaugurar el tiempo del perdón, el tiempo en el que tenemos que darnos cuenta que la mejor palabra que nos puede decir nuestro Padre, lo mejor que podemos escuchar de él es esto: “¡Vengo a perdonarte! Déjate perdonar que yo no me canso de perdonar. ¡Vengo a ganarme tu amor, tu respeto, no a la fuerza, sino desde la atracción del amor!”». Esa es nuestra fortaleza.

¡Cuánto nos cuesta a veces escuchar su Palabra! ¡Cuánto nos cuesta que nos agrade lo que Dios nos dice! ¡Ojalá que hoy nos agrade escuchar al Señor! Pidamos ese don, porque solo escuchándolo a él podremos vivir de él y convivir con la verdadera alegría, la alegría que proviene de saber que somos salvados.