Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia».
Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Síganme, y Yo los haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron.
Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.
Palabra del Señor
Comentario
En este camino que empezamos a transitar hace dos domingos con el bautismo de Jesús, un camino en donde se nos propone la humildad y la mansedumbre; un camino de silencio y también de cruz –totalmente distinto al que cualquiera de nosotros a veces podría emprender–, un estilo que no concuerda para nada con la forma que un líder de este mundo podría elegir para atraer y «sumar» seguidores a sus filas… En este domingo, domingo dedicado a valorar la Palabra de Dios; un domingo en donde se nos invita a que volvamos a reafirmar nuestra fe en la eficacia de la Palabra de Dios, en todo lo que puede hacer en nuestra vida, retomamos la lectura del evangelio de Marcos. En el que claramente escuchamos que, después del arresto de Juan, Jesús se decide a comenzar a decir lo que lleva en su corazón durante tantos años. Se decide y comienza, a lo que llamaríamos nosotros, «su misión».
No alcanza con los gestos, no alcanza solo con hacer algo para que los demás comprendan; son necesarias también las palabras. Por eso es el domingo de la Palabra. Por eso también Jesús predicó, habló diciendo lo que su Padre le decía y mostrando de alguna manera su corazón. Cuando hablamos del bautismo, decíamos que Jesús empezó su vida pública con un gesto, con una actitud que sintetizaba de alguna manera todo lo que sería su vida. Sin embargo, volvemos a decir, es necesario también que estos gestos sean acompañados con expresiones, con dichos que iluminen eso que los gestos quieren expresar.
Algo del Evangelio de hoy nos pone ante nuestros oídos las primeras palabras de Jesús: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia». Para Jesús ya no había tiempo que esperar. Habían pasado los treinta años de silencio en Nazaret, pero el tiempo de Dios se había cumplido. Él tenía que empezar a actuar, tenía que ser fiel a la voluntad de su Padre. Jesús no hizo nada que su Padre no le haya pedido, no le haya dicho, sino que hizo siempre su voluntad. Y como muchas veces decimos todos, «los tiempos de Dios no son los nuestros». Es difícil comprender esto, comprender que no todo se da en el tiempo en el que nosotros pretendemos. Jesús también tuvo que aprender a aceptar esto, aceptar que su momento sería el de su Padre y que solo empezaría a hablar cuando él lo disponía.
Después de esa expresión, dice la Palabra que dijo: «Conviértanse y crean en la Buena Noticia». «Conviértanse» sabemos que es la traducción de una palabra griega que dice «metanoia», que significa «cambio de mentalidad». Quiere decir que Jesús nos invita a cambiar, a un cambio profundo y no a un cambio por afuera; a hacernos una «chapa y pintura», como se dice. Hay que cambiar de mentalidad para reconocer el Reino de Dios, para saber que está cerca. Hay que cambiar el corazón y la mente para reconocer la humildad de un Dios nacido en un pesebre bien pobre. Hay que cambiar la manera de pensar sobre cómo es Dios y cómo lo esperamos ver a veces, para darnos cuenta de que él es omnipotente, pero mucho más sencillo de lo que pensamos. No es solo un cambio moral, de nuestros comportamientos; algo que por supuesto es necesario, cada día más. Es también muy necesario cambiar nuestra forma de pensar sobre cómo miramos la realidad –la nuestra y la que nos rodea–, sobre cómo la analizamos, cómo juzgamos y qué decimos sobre ella.
Entonces hoy podemos preguntarnos: ¿Qué tenemos que hacer primero: cambiar las actitudes o la mentalidad?¿Querer o cambiar? ¿Cambiar o querer? Es difícil decirlo, es casi como decir: ¿Qué es primero: el huevo o la gallina? Pero lo que sí podemos decir es que «convertirse», para la Palabra de Dios, no significa primero ser bueno, portarse bien, ser perfecto y no equivocarse, como muchas veces nos enseñaron o aprendimos mal. Eso es algo que, hasta te diría, no necesita de las palabras de Jesús. Todos los hombres de buena voluntad descubren en su corazón que deben tender a la bondad y que están llamados a ser cada día mejores.
Incluso podríamos decir que hay mucha gente que no cree que es muy buena y más buena que nosotros.
Entonces, convertirse significa animarse a cambiar ciertas estructuras mentales que se transforman en barreras, para que después pueda penetrar el mensaje transformador del evangelio, para poder después aceptar los modos de ser de Dios, su manera de amar y de enseñarnos a amar.
Tarde o temprano en la vida, la lógica de Jesús, la de Dios, su Padre, termina chocando con la nuestra, que muchas veces pretende ser la verdadera sin aceptar la de Dios. Cambiar quiere decir aceptar, antes que nada, que la lógica de Dios, su amor, a veces parece ilógico para nosotros, para el mundo, y eso nos cuesta aceptarlo. «La sabiduría de este mundo es necedad para Dios», dice san Pablo.
Cambiar es lo más difícil de nuestra fe. Creer y confiar en Jesús es lo que nos ayuda a cambiar también. Cambiar implica una cierta violencia interior, implica «plantar» la cruz en nuestros pensamientos y en nuestros corazones. Quiere decir que tenemos que doblegar muchas cosas que sin darnos cuenta nos dominan. Por ejemplo: podemos pasarnos la vida diciendo que creemos, que amamos a Jesús, que esto y que lo otro; pero cuando viene el dolor en nuestra vida, cuando nos toca la puerta el sufrimiento propio o ajeno, somos capaces de tirar todo, de rechazar incluso a Dios. Porque no comprendemos cómo pueden pasar ciertas cosas, cómo nos puede pasar a nosotros, porque pretendíamos algo distinto de este Dios que es Padre. A todos nos puede pasar: nadie está exento de enojarse y de no comprender a Dios. Es muy humano y a veces es necesario vivirlo, para reconocer en serio qué significa creer. Pero mientras tanto, no esperemos que nos pase.
Convertirse es cambiar. Creer ayuda a cambiar, confiar es el camino más difícil. Porque cambiar es salir de la comodidad de «armarnos» nuestra propia vida para aceptar a un Dios que también cambió por nosotros, un Dios que se hizo humilde por nosotros y nos llama a todos día a día, como lo hizo ese día con esos cuatro hombres mientras caminaba por la orilla del mar.