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III Domingo de Cuaresma

Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio.»

Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.

Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?»

Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»

Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»

Pero Él se refería al templo de su cuerpo.

Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.

Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.

Palabra del Señor

Comentario

«Él sabía lo que hay en el interior del hombre», dice la Palabra de hoy. Él sabe lo que hay en tu interior y en el mío, en el de todos, y eso es algo que jamás podemos olvidar, sin importar cómo estemos (un poco mejor, un poco peor), tanto si estamos en la oscuridad como en la luz. Él sabe de nuestras oscuridades e incoherencias. Él sabe de nuestras luchas cotidianas, de nuestras victorias, de nuestros pecados ocultos. Sabe de nuestras tristezas y depresiones. Sabe de nuestros triunfos silenciosos, esos que nadie puede ver. Él sabe cómo no estamos viviendo libremente nuestra fe cuando hacemos de «su casa una casa de comercio». Él lo sabe todo, desde antes que nosotros podamos darnos cuenta. En este domingo de Cuaresma es lindo que no olvidemos esta gran verdad, «porque nos conoce a todos y no necesita que nadie le informe de nosotros». ¡Menos mal! Si Jesús se dejara llevar por lo que dicen los otros de nosotros, Él tendría una imagen bastante desdibujada de nuestro corazón. ¿No te consuela saber que solo Él sabe bien quiénes somos verdaderamente y lo que somos?

Los domingos muchos de nosotros vamos al templo, a tantos templos esparcidos a lo largo y ancho de este mundo. ¿Cuántos habrá? Miles de miles. Hay de todo tipo y color, en cualquier tipo de país, de comunidad y de condición social. Cientos y miles de lugares, en donde nos reunimos a celebrar nuestra fe para no olvidar que Jesús con su vida, muerte y resurrección vino a inaugurar una nueva etapa de la historia, en donde ya no es necesario «comerciar» con Dios para poder agradarle. ¿Pensaste en esto alguna vez?

El mensaje de Algo del Evangelio de hoy es fuerte y profundo, y por eso erramos el camino si solo lo interpretamos desde la superficialidad, quedándonos solo con el enojo de Jesús, con su santa ira, como se dice, que incluso sorprende mucho. Por eso, hoy te propongo empezar desde otro lado… desde la liturgia, ya que la misma celebración nos ayuda a comprender las Palabras de Dios que se proclaman; y al revés, comprender la Escritura nos ayuda a comprender lo que celebramos cada domingo, cada día.

Después de la presentación de las ofrendas en la misa, el sacerdote puede decir la siguiente oración que dice así: «Oremos, hermanos, para que, llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, nos dispongamos a ofrecer el sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso». ¿Te la acordás? Especialmente en ese momento, se nos invita a todos a ofrecer en el altar, junto con el pan y el vino, nuestra propia vida, nuestros gozos, las cosas que nos dan satisfacción, nuestras alegrías, lo lindo de la vida que Dios nos regaló; también las fatigas, los cansancios, las cosas que no salieron como queríamos, los sufrimientos, las incomprensiones, las tristezas: todo aquello que aparentemente no sirve y no suma. Bueno, todo eso también la Iglesia nos invita a ofrecerlo. Todo. «Nada se pierde, todo se transforma» para aquel que tiene fe en Jesús. Ofrecemos todo disponiéndonos a ofrecer un sacrificio de amor, el sacrificio del amor, de Aquel que se entrega por amor a su Padre; en realidad, nos unimos a su ofrenda. Solo esa entrega es agradable al Padre y todo lo nuestro se suma para poder hacer que esa ofrenda sea recibida por el Padre, una ofrenda que tenga sentido y dé frutos.

Todo eso podemos hacerlo gracias a la entrega de Jesús en la Cruz y a su Resurrección, que dieron comienzo a una nueva forma de dar culto a Dios: dándole al Padre lo que le corresponde, o sea, todo. El hombre no podía, no puede darle todo; en cambio, su Hijo sí. Jesús expulsó a los vendedores del templo ese día para anticipar lo que sería su entrega en la Cruz definitiva, su Resurrección y la construcción de un nuevo templo de Dios, su mismo cuerpo. Por eso dice el Evangelio: «Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”». Su presencia ya no se reduce al templo material. Hoy podemos dar culto a Dios con nuestras vidas –no con animales y cosas–, «con nuestros gozos y fatigas».

Hoy damos al Padre lo que le corresponde, especialmente en la misa por medio de su Hijo, pero también lo hacemos al leer y escuchar su Palabra, al rezar silenciosamente en nuestro corazón, al amar al más débil, al amar a todos, al trabajar, al cumplir con nuestros deberes; sencillamente, al vivir sus mandamientos, que son luz y guía en nuestras vidas.

No convirtamos nuestra relación con Él en «un comercio». No nos hagamos ídolos que no pueden hablar ni escuchar. No nos hagamos un Dios a nuestra medida. Vos y yo somos el Cuerpo de Cristo, eso es la Iglesia y, además, somos Templo del Espíritu Santo. ¿Nos parece poco?