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III Domingo de Adviento

Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz.

Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: «¿Quién eres tú?». Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: «Yo no soy el Mesías.» «¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Elías?». Juan dijo: «No».

«¿Eres el Profeta?» «Tampoco», respondió.

Ellos insistieron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?».

Y él les dijo: «Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías».

Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: «¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?».

Juan respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia».

Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.

Palabra del Señor

Comentario

Cada día que pasa, en medio de cosas tan lindas, pero al mismo tiempo, de situaciones tan difíciles, me puedo dar cuenta, y espero que vos también, que la verdadera alegría no se compra ni se vende con nada. La vida es linda, es verdad, es un regalo de Dios, tiene cosas maravillosas que nos llenan de alegría, que nos colman en serio el corazón, que nos sacan una sonrisa todos los días si nos disponemos a disfrutarlas y a descubrirlas. Pero al mismo tiempo, todos sabemos, especialmente los adultos, que eso que muchas veces nos hace disfrutar pende de un hilo y que se puede cortar en cualquier momento, incluso sin que dependa de nosotros. Las alegrías de la vida, las buenas, las legítimas, las sanas, las que alcanzamos por nuestro esfuerzo y por gracia de Dios, se nos pueden ir de las manos, como el agua cuando la intentamos agarrar… en minutos, en segundos. Un ser querido, un lindo trabajo, una profesión, un proyecto alcanzado, un logro, unas lindas vacaciones, un buen vino, una buena comida, un amigo o una amiga de verdad y así todo, todo pasa, podemos nombrar incluso los que vos mismo te estás imaginando en este momento y te da alegría.

La alegría, es la palabra clave de este domingo, que justamente se llama así, «Domingo de la Alegría», el «Domingo de Gaudete», en latín, que quiere decir: regocíjense, alégrense. Ya muy cercanos a revivir el misterio del nacimiento de nuestro Salvador, la Iglesia en su liturgia nos propone meditar sobre la alegría, pero esa alegría que proviene de un encuentro con él, con Jesús y no las alegrías pasajeras, muchas veces, como digo, legítimas, que llenan nuestra vida solo por momentos. En definitiva, a meditar sobre esa alegría que puede permanecer aún en los momentos más difíciles de la vida.

«Estén siempre alegres», nos dice san Pablo en la segunda lectura de hoy. Eso quiere decir que es posible. Eso significa que Jesús desea compartir su gozo, desea que nosotros, los cristianos, vivamos «esperando ser felices y siendo felices mientras esperamos». Nuestro gozo es posible, porque es un gozo que proviene de la esperanza, es un gozo «en el Señor», como dice la Palabra. Esto hay que saberlo para no frustrarse con cualquier cosa, para no hacer de Jesús un Dios que promete alegrías similares a las del mundo, a las que nuestro corazón muchas veces busca errando el camino.

La alegría nunca llegará a ser plena mientras estemos en camino hacia Él. Eso es algo que no podemos olvidar, que no podemos dejar de decir. La alegría es como la hermana de la felicidad, pero no se termina de alcanzar nunca plenamente. Está allá, es el horizonte, es la meta que vemos y deseamos alcanzar, pero que solo se alcanzará al final de nuestra vida. Es como el horizonte que pensamos que mientras caminamos llegamos, pero se va alargando el camino.

La alegría se espera y se alcanza en la medida que nos ponemos en camino de conocer más y más a Jesús, que es la Luz. La luz es símbolo de la alegría porque es la que nos permite ver aquello que por nosotros mismos no podemos ver, no podemos observar, por nuestra ceguera. Por eso Jesús es nuestra alegría, porque Él vino a traernos ese don, vino a darse a sí mismo, a iluminar nuestra vida para que así podamos tener un «rostro» que irradie alegría.

Algo del Evangelio de hoy nos habla de ser testigos, de ser luz para otros. Por eso solo puede ser testigo, solo puede dar testimonio, aquel que vive esa alegría profunda de haberse encontrado con Jesús. Como Juan el Bautista, nosotros debemos dar testimonio de la Luz, debemos poder reflejar esa luz para que otros encuentren la alegría que tanto necesitan. En un mundo que clama por la alegría, la humanidad entera desea, anhela ser feliz, tanto el bueno, como el que hace el mal creyendo que con eso encuentra alegría.

Hay algo importante, que se desprende de las palabras de hoy. La humildad es la condición básica y necesaria para encontrarse con esa alegría, con la luz, con Jesús. Solo el que vive necesitado de luz puede dejarse iluminar. Solo el que reconoce que por sí mismo no puede encontrar la paz y la alegría definitiva; solo ese, está preparado para recibir la alegría como regalo. La alegría es el regalo que reciben los humildes, los que saben «desaparecer para que Jesús crezca» y Él sea el protagonista. Juan el Bautista es el modelo del testigo humilde y alegre.

Todos deseamos vivir alegres, pero para eso debemos vivir la humildad, la virtud del que es testigo y no habla por sí mismo. Solo está alegre el que es humilde y da testimonio. Solo es testigo el que vive alegre y humildemente. Solo es humilde, el que vive alegre dando testimonio. Pidamos hoy ese don y vamos todos en busca de la verdadera alegría que nos trajo Jesús.

Que tengamos un buen domingo y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.