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II Viernes de Cuaresma

Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:

«Escuchen otra parábola: Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero.

Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para percibir los frutos. Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon. El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera.

Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: “Respetarán a mi hijo.” Pero, al verlo, los viñadores se dijeron: “Este es el heredero: vamos a matarlo para quedarnos con su herencia.” Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron.

Cuando vuelva el dueño, ¿qué les parece que hará con aquellos viñadores?»

Le respondieron: «Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo.»

Jesús agregó: « ¿No han leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: esta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos?

Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos.»

Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta.

Palabra del Señor

Comentario

Todos queremos vivir momentos únicos –como se dice–, momentos en los que podamos decir, como Pedro: «¡Qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas. Quedémonos a vivir para siempre». Es lógico, es el gran deseo de felicidad y de paz y de deseo de paz que llevamos en nuestro ADN «espiritual» y humano que nos impulsa a desear siempre el «estar bien». Al fin y al cabo, fuimos creados por Dios y para Dios y nuestro corazón solo encuentra paz en él. Es por eso que cuando vivimos una «transfiguración» en nuestra vida (recordá, acordate de la buena memoria), cuando vivimos un momento espiritual fuerte, un instante de amor en donde parece que el cielo baja a la tierra, lo que deseamos es «eternizarlo», queremos que dure para siempre. ¿Quién no desea eso? Sin embargo, la respuesta de Dios Padre en el Evangelio del domingo –recordá– fue: «Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo». Dios no nos miente; acordate, jamás. No nos atrae con mentiras o falsas promesas como para que «caigamos en su trampa», como para que nos ilusionemos con una vida terrenal ideal, de perfección, de plena felicidad, sino que nos invita a aprender a escuchar para dejarnos guiar, para reconocer en cada rincón de este mundo la presencia de Jesús de una manera u otra. Siempre nos habla para que podamos sentirnos amados por él.

En Algo del Evangelio de hoy, con esta parábola, Jesús hace, por decirlo así, un resumen de la historia de la salvación, de la historia de un Padre que ama a su creatura y por amarla le da todo, esperando alguna respuesta, algo a cambio, podríamos decir. Y no solo le dio signos y cosas que se manifestaron y para que se den cuenta de su amor, sino que, no conforme con eso, terminó enviando a su propio Hijo. Dios mismo se hizo presente para que el hombre terminara de darse cuenta.

Escuchaba el otro día una entrevista a un roquero, de esos que tocan rock pesado o cosas muy buenas pero que decía de una manera muy despectiva: «Mira si Dios va a enviar a su Hijo a este mundo para salvarnos a nosotros que somos una porquería, cualquier cosa». Un poco triste ese modo de pensar, pero la verdad que, si nos ponemos a pensar seriamente, es muy loco que Dios haya hecho eso, que Dios haya enviado a su propio Hijo a pesar de todo.

¿Y qué pasó? Lo que escuchaste. Lo mataron para quedarse con la herencia: eso es lo que celebraremos en la Pascua, con su muerte y resurrección. El hombre se adueñó o quiso adueñarse de lo que es de Dios. Ese es nuestro mayor pecado. Es el peor pecado que atraviesa toda la historia, la historia grande del mundo y la historia chiquita de cada uno de nosotros. Dios Padre que nos busca y nosotros que no respetamos sus signos y enviados, los de cada día, sino que tantas veces los echamos de nuestra vida, los apedreamos para seguir en la nuestra, para hacer lo que queremos. Esta historia se repite una y otra vez cuando no dejamos entrar a Jesús a recoger los frutos que le corresponden.

Por otro lado, tenemos que tomar conciencia que nosotros estamos viviendo la mejor parte de la historia de la humanidad, ¡no nos podemos quejar! Si nos quejamos, quiere decir que todavía no entendimos. Muchos quisieron estar y vivir lo que nosotros estamos viviendo. Ya conocemos el final de la película, de la historia, que tarde o temprano va a suceder. Jesús fue rechazado, es verdad, pero ganó en el silencio de la Resurrección y se quedó para siempre con nosotros esperando también recoger hoy los frutos de tanto amor. El rechazo de los hombres de ese tiempo y de nosotros se transformó en el mayor triunfo de un Dios bastante particular, que hizo y hace lo inimaginable.

En lo concreto, para no complicar las cosas, tratémonos de dar cuenta que en cada cosa que nos pasa en el día no podemos negarle a Dios lo que le corresponde. No podemos negarle al Padre Dios lo que es suyo. Todo es por él, de él y para él: tu corazón y el mío.

Y en la historia de este día concreto –del que nos toca vivir ahora–, hay que dejarse encontrar por el que nos busca, no rechazar sus enviados, tantos signos de cada día, y para eso hay que estar atentos a cada detalle del día sin dejarnos abrumar por el trabajo cotidiano.

¡Que no nos pase lo del rico de la parábola de ayer!: que se adueñó de los bienes que había recibido y no supo compartirlos. Después, ya no habrá tiempo. Una vez que nos toque partir de este mundo, ya no habrá tiempo. Una vez que venga el que va a cosechar y recoger los frutos –al final de los tiempos–, ya no habrá tiempo.

El tiempo es ahora. Ahora tenemos que amar, ahora tenemos que mirar a ese que pasamos de largo, ahora tenemos que ir a perdonar al que no quisimos perdonar, ahora es cuando tenemos que ir a hablarle a ese abuelo o abuela, a ese tío, primo o hermano con el que no hablamos hace tanto tiempo. Es ahora, es hoy. Aprovechemos este día para que Jesús se haga presente en nuestra vida y con su amor nos ayude a descubrir el amor que a veces tenemos guardado y no queremos entregar.