Jesús entró nuevamente en una sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si lo sanaba en sábado, con el fin de acusarlo.
Jesús dijo al hombre de la mano paralizada: «Ven y colócate aquí delante». Y les dijo: « ¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?»
Pero ellos callaron.
Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: «Extiende tu mano.» Él la extendió y su mano quedó sana.
Los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con Él.
Palabra del Señor
Comentario
Jesús viene a «hacer nueva todas las cosas». Eso contemplábamos en el Evangelio del domingo, cuando transformaba el agua en vino para comenzar una nueva etapa de la humanidad, para comenzar una nueva etapa de tu vida y la mía. Así es Jesús. Se metió en nuestra vida para transformar el sinsentido en algo con sabor, con sabor a gozo, del gozo del evangelio. Por eso, sigamos caminando con Jesús en esta etapa de nuestra vida, en la que Él ingresó para siempre, para llenar nuestras tinajas y llenar nuestro corazón de amor.
En Algo del Evangelio de hoy, evidentemente, podemos darnos cuenta de que los fariseos no conocían a Jesús y tampoco les interesaba hacer el esfuerzo para hacerlo. Dice la Palabra de Dios que lo «observaban atentamente» pero no con amor y por amor, sino para poder acusarlo, para encontrarle algo de qué acusarlo y, de hecho, lo logran. Consiguen que Jesús haga lo que ellos consideraban «ilegal», y de ahí se toman para empezar a planificar su muerte. Él, por supuesto, no entra en el juego, al contrario, les demuestra que Él no se achica, no se «apichona» ante las miradas acusadoras de los demás y que el bien está por encima de la cerrazón del corazón de ellos y de su estrechez de mente. Los fariseos no son tan inteligentes como parecen, o como se creían.
Cuando la inteligencia de una persona, esa que al mundo le encanta exaltar, no va acompañada de un corazón de carne y misericordioso, sino que es de piedra y acusador, no proviene de Dios, por más sagacidad que posea la persona, por más genio y creativo que sea, por más que todo el mundo lo aplauda, por más premio Nobel que reciba.
Hoy en día, y seguramente siempre, se exalta y se exaltó la inteligencia de las personas, se premia, se aplaude, se llena de elogios, entendiendo la inteligencia como su capacidad intelectual para hacer o resolver ciertas cuestiones, olvidando que también tenemos bastante de corazón. Sin embargo, la verdadera ciencia, la sabiduría a la que estamos llamados, es la que no anula el corazón, es la que lo incluye y la que lo escucha siempre, en toda circunstancia y mucho más cuando se trata de tomar decisiones con personas de por medio.
El Primer Libro de Samuel relata que Dios envía a Samuel a ungir al que será rey de Israel, a David, pero a la hora de elegir entre los hijos de Jesé le dice algo sumamente importante que creo que sintetiza lo que Jesús nos anda queriendo enseñar en estos días: «Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón». Jesús viene a cumplir lo que decía la Palabra de Dios antes de su llegada. Por eso el Nuevo Testamento es el cumplimiento del Antiguo Testamento. Jesús viene a mirar el corazón y no las apariencias, viene a cumplir lo que Dios le decía a Samuel. En cambio, los fariseos siguen mirando las apariencias y no el corazón. Nosotros también como hombres y mujeres que somos, débiles tantas veces, miramos las apariencias y no el corazón, de nosotros, de los demás y de las cosas; nos quedamos solo en la «cáscara».
Los fariseos son duros de corazón, no pueden comprender a Jesús y aun cuando lo ven curando, no soportan que haga algo bueno cuando ellos consideraban que no podía, porque la ley decía que en sábado no se podía. Caso típico que muestra, por ejemplo, cuando la idea supera a la realidad, cuando la ley se transforma en regla vacía, cuando la verdad es abstracta y no considera las personas. ¡No se puede vivir así! No se puede vivir juzgando, no se puede vivir criticando, no se puede vivir diciendo lo que hay que hacer, no se puede vivir de nuestra propia verdad. Por eso Jesús lanza una mirada llena de indignación y apenado. ¡Qué triste se pone cuando nos quedamos en las apariencias! ¡Qué tristeza le surgirá cuando no sabemos mirar la verdad de las cosas, enceguecidos por lo que nosotros pensamos que debe ser!
¿Ahora entendemos por qué Jesús decía que había que convertirse y creer? ¿Ahora entendemos por qué la fe tiene que ir de la mano de un cambio de mentalidad para que sea verdadera? Si no nos convertimos, si no aprendemos a mirar como mira Dios, difícilmente nuestra fe dé frutos de vida, difícilmente nuestra fe nos haga cambiar. Será una fe superficial, será una fe de barniz, una fe que no nos cambia el corazón, una fe del solo sentimiento, será una fe por ahí puramente intelectual.
Aprendamos a mirar el corazón y no las apariencias. Aprendamos a mirar el corazón propio y ajeno como lo mira Jesús, o sea, con verdad y amor. El amor y la verdad son hermanas gemelas, si las separamos, una de las dos morirá o, mejor dicho, se mueren las dos. Una muere con la otra. Nosotros nos creemos muchas veces que vemos con verdad, pero la verdad –valga la redundancia– es que no vemos bien porque no vemos siempre con amor. El peor mal de nuestra vida es pensar que vemos y sentimos todo con verdad, pero nos olvidamos que, sin el filtro del amor, la verdad termina matando al amor. Eso les pasaba a los fariseos, eso nos pasa a muchos sacerdotes cuando tiramos la ley por la cabeza y el corazón a la gente y ni siquiera la tocamos con el dedo, eso les pasa a los padres de familia cuando quieren educar sin amor, eso les pasa a los dirigentes que dirigen sin autoridad, eso le pasa a todo cristiano que se cree digno de juzgar y pararse por encima de los demás.
Por eso, qué lindo sería hoy dejarse mirar con verdad y amor por Jesús. Solo Él sabe hacerlo y solo dejando que Él lo haga, seremos capaces de empezar a mirarnos bien y a mirar bien. Hagamos el esfuerzo hoy de no mirar las apariencias, o por lo menos intentar mirar el corazón y con el corazón. Se puede, pero primero hay que dejarse mirar.