Jesús entró nuevamente en una sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Los fariseos observaban atentamente a Jesús para ver si lo sanaba en sábado, con el fin de acusarlo.
Jesús dijo al hombre de la mano paralizada: «Ven y colócate aquí delante». Y les dijo: « ¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?»
Pero ellos callaron.
Entonces, dirigiendo sobre ellos una mirada llena de indignación y apenado por la dureza de sus corazones, dijo al hombre: «Extiende tu mano.» Él la extendió y su mano quedó sana.
Los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con Él.
Palabra del Señor
Comentario
Vamos madurando en la fe en la medida que somos nosotros mismos los que caminamos detrás de Jesús –algo que parece obvio–, con nuestros propios pies, sin que nadie nos arrastre, sin que nadie nos lleve. Maduramos en la fe cuando somos capaces de escuchar de labios de Jesús: «¿Qué querés? ¿Qué buscás?» Y esas preguntas no nos asustan, sino todo lo contrario, nos ayudan a afirmarnos mejor; porque nos ayudan a sincerarnos con nosotros mismos y con Él. Maduramos en la fe –me refiero– cuando no seguimos a Jesús únicamente porque alguien nos lo mostró o señaló alguna vez el camino, o porque son muchos los que van detrás de Él como si fuera un malón, sino porque al descubrirlo personalmente, corazón a corazón, nos damos cuenta que Él tiene todas las respuestas a nuestros interrogantes más profundos, esos que nadie puede contestar. Sí, vamos con otros, pero no debemos ir arrastrados detrás de Jesús, sino libremente.
Y esos discípulos del evangelio del domingo, de los que venimos hablando desde el lunes, al escuchar la pregunta de Jesús, le respondieron: «Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?» ¡Qué linda respuesta! ¿Qué buscaban estos hombres? ¿Qué le pidieron? Pudiéndole pedir todo, solo le pidieron ir a su casa, solo le pidieron saber dónde vivía. En el fondo, le pidieron que les abra su casa, su corazón. Pidieron que los deje conocerlo. Porque no lo conocían, solo estaban esperándolo. Sabían que era un Maestro, pero no lo conocían realmente.
No se conocen las cosas, las personas mucho menos, por cuentos de otros, aunque nos aproximen un poco; se conocen cuando uno está cara a cara, corazón a corazón. ¡Qué lindo es reconocer que todavía no conocemos a Jesús realmente, que nos falta mucho, muchísimo! No es discípulo humilde el que se cree que ya lo conoce y que no necesita ir cada día hacia su corazón. ¡No es verdadero cristiano el que considera que por saber algo de Él, por haber recibido algunos sacramentos, por conocer el catecismo, por estar en la Iglesia, ya tiene todo resuelto, ya no tiene que seguir caminando y no le queda nada por delante! Todos tenemos que madurar día a día en la fe, desde el Papa hasta el último de los cristianos. Y hasta que no reconozcamos que esto es un camino incansable de toda la vida, no sabremos qué responderle a Jesús cuando nos pregunte: «¿Qué querés? ¿Qué buscás?» ¿Qué le responderías hoy a Jesús si te pregunta eso?
En Algo del Evangelio de hoy, evidentemente, nos damos cuenta de que los fariseos no conocían verdaderamente a Jesús y tampoco les interesaba hacer el esfuerzo para hacerlo. Dice la Palabra de Dios que lo «observaban atentamente». Pero no con una observación de amor, sino para poder acusarlo, para encontrarle algo de qué acusarlo; y de hecho, lo logran. Consiguen que Jesús haga lo que ellos consideraban «ilegal» y de ahí se toman para empezar a planear su muerte. Jesús no entra en el juego, al contrario, les demuestra que Él no se deja «apichonar», como se dice, por las miradas acusadoras de los demás y que el bien está por encima de la cerrazón de corazón de ellos y de su estrechez de mente.
Los fariseos no eran tan inteligentes como parecían o como se creían. Cuando la inteligencia de una persona, esa que al mundo le encanta exaltar, no va acompañada de un corazón de carne y misericordioso, sino que es de piedra y acusador, en realidad no es inteligencia; es astucia humana. No proviene de Dios, por más sagacidad que posea la persona, por más genio y creativo que sea, por más que todo el mundo lo aplauda, por más premio nobel que reciba. Hoy en día, y seguramente siempre, se exaltó la inteligencia de las personas. Se premia, se aplaude, se llena de elogios, entendiendo la inteligencia como su capacidad intelectual para hacer o resolver ciertas cosas, olvidando que también somos bastante de corazón.
Sin embargo, la verdadera ciencia, la sabiduría a la que estamos llamados, es la que no anula el corazón, es la que lo incluye y la que lo escucha siempre, en toda circunstancia y mucho más cuando se trata de tomar decisiones con personas de por medio.
Jesús les preguntó: «“¿Está permitido en sábado hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla?” Pero ellos callaron». Los grandes inteligentes callaron. Finalmente, los que se las «sabían todas» callaron. Callaron porque iban a quedar esclavos de sus palabras o porque les iba a obligar a pensar más, a superar su estrechez de mente y cerrazón de corazón. La dureza de corazón, en el fondo, genera estrechez de mente y viceversa. El que es duro de corazón en realidad no es inteligente; se cree inteligente, pero en el fondo no lo es. El que usa realmente bien su capacidad de pensar que Dios le dio, jamás puede hacer algo más a los demás, con mala intención. Jamás puede tener un corazón tan duro, porque Él nos dio la mente para darnos cuenta de que estamos hechos para amar, para hacer el bien a los otros, para ir más allá de lo «estrictamente» mandado; y reconocer que cuando hay alguien que sufre, cuando hay alguien que la pasa peor que nosotros, no hay lugar para tantos cálculos, sino que hay que actuar como nos gustaría que lo hagan por nosotros.