Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos:
«Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo.
Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar “mi maestro” por la gente.
En cuanto a ustedes, no se hagan llamar “maestro”, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen “padre”, porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco “doctores”, porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías.
Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.»
Palabra del Señor
Comentario
Seguramente, si tuviéramos la posibilidad de elegir entre vivir una fe que implique el caminar, el cansarnos, el muchas veces experimentar el desierto, la aridez, o una fe que pueda continuamente estar experimentando la presencia divina en tantas cosas y que eso nos lleve a estar gozosos y deseosos de estar siempre con él… Vuelvo al principio, seguramente todos elegiríamos la segunda, o sea, ¿quién no quiere estar, de algún modo, en el Tabor, en ese monte donde Jesús se mostró tal como era, manifestándose como Dios a sus discípulos para que realmente crean que era él y que no tengan más dudas de ahí en adelante? ¿Quién de nosotros no elegiría eso? ¿Quién de nosotros, cuando vivió un momento gozoso en la fe, no dijo para sus adentros «me quedaría a vivir acá», buscaría siempre experimentar lo mismo? Bueno, es lógico, por supuesto. Sin embargo, todos tenemos la experiencia de que esto es imposible. Mientras peregrinamos por la tierra es imposible no luchar, es imposible no darse cuenta que no podemos vivir en el cielo, que en realidad ese cielo que empezamos a vivir en la tierra solo es una imagen, solo es como un espejo, pero un espejo que no refleja plenamente la realidad, un espejo que, de algún modo, nos muestra una realidad media desdibujada de lo que es el cielo; sin embargo, experimentamos algo de cielo. Por eso tenemos que aprender a vivir nuestra vida de fe también en este no experimentar todo lo que quisiéramos, sabiendo que el Señor nos regala cada tanto, si perseveramos, sus manifestaciones, sus presencias, pero al mismo tiempo saber que caminamos en la fe y que por más que no lo veamos con nuestros ojos, él está siempre, y que en definitiva eso es la fe: saber caminar cada día, paso a paso con la certeza de su presencia.
Creo que sería de necios negar que el corazón de cada ser humano alberga, por un lado, la posibilidad de lo mejor o la posibilidad de lo peor, la posibilidad maravillosa de amar y darse a los otros, creando vida, renovando todo lo que se toca, pero al mismo tiempo esa locura increíble de creerse, de actuar y vivir como si fuéramos el centro del universo. Tantos ejemplos hoy en día podemos encontrar de cuánto se equivoca el ser humano. Llamémosle como queramos: ego, el yo, la soberbia, el orgullo, el amor propio, el egoísmo. Lo fundamental y lo importante es que hoy nadie niega, incluso desde la ciencia, que esto está en nosotros y es algo con lo cual debemos luchar continuamente. Nuestro peor enemigo, el más invisible y, al mismo tiempo, el más poderoso de todos, no está afuera, sino adentro nuestro. Y cuando uno ve la maravilla e inmensidad del universo, cuando uno estudia o lee que nosotros somos en comparación con el todo como un granito de arena en la inmensidad de un mar, o como, por ejemplo, que nuestra galaxia es una de los casi 100.000 millones, o vivimos en una ínfima parte de lo que el universo tiene de vida, de casi 15.000 millones de años, uno dice o se pregunta: ¿Es posible que la soberbia tenga tanta fuerza y el hombre viva como si fuera el centro y el único de este universo? ¿Es posible que siendo tan poca cosa nos la creamos tanto? Vos dirás: «Bueno… no es para tanto. No somos tan soberbios todos». Es bueno que cada uno se deje interpelar por las palabras de Jesús. La soberbia toma mil colores y tonos según la personalidad y la experiencia de vida de cada uno, y justamente el peor mal de la soberbia es que a veces es imperceptible. Solo una luz desde afuera puede ayudarnos a iluminar nuestro corazón y hacernos dar cuenta lo centrado en nosotros mismos que a veces vivimos.
Dije que la soberbia toma mil colores, ahora, en Algo del Evangelio de hoy, las palabras de Jesús son lapidarias, especialmente con los que tenían una función en el pueblo de Israel, y sin miedo tenemos que trasladarlas al pueblo de Dios, que es la Iglesia, específicamente a los ministros, a los que deben servir.
Cuando la soberbia ataca a los ministros de la Iglesia, obispos, sacerdotes, diáconos o también a aquellos que se consagran, ataca finalmente a la cabeza, y si la cabeza es soberbia, el cuerpo se va enfermando o el cuerpo no puede crecer, y también este virus es a veces muy imperceptible. Pasa en cualquier grupo en cualquier comunidad. Sé que suena muy duro, pero no hay que tenerle miedo, especialmente nosotros, los sacerdotes, de decir ciertas cosas como son pero con amor. Cuando la soberbia se entremezcla con un cargo, con una posición en la Iglesia, con una cuestión de poder, se puede transformar en una bomba de tiempo. «Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado». Estas palabras de Jesús todos los sacerdotes deberíamos grabarlas en el corazón, vivirlas y no escaparles, y los laicos deberían repetirlas y decirlas con caridad a quien vean que pone cargas en los demás que ni ellos mismos pueden llevar, a quien escuchen que predica una cosa y después hace otra, a quien le gusta ser consagrado para tener poder, a quien les gusta y disfruta de tener un privilegio en la Iglesia, a quien cree ser más importante por ser llamado padre, maestro, doctor o por tener un título y haber estudiado un poco más, a quien somete y manipula a las personas a su cargo.
No vamos a ser creíbles si no somos humildes. Sin humildad verdadera no hay evangelización profunda, no hay testimonio posible, duradero y eficaz. Sencillamente porque el que nos salvó jamás se creyó más que nadie. Reza siempre por los consagrados, recemos por todos los que de algún modo sirven a la Iglesia, en realidad recemos por todos los miembros de la Iglesia para que seamos siempre humildes y recemos por aquellos que no lo son para que algún día se den cuenta.