Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar, y lo siguió mucha gente de Galilea. Al enterarse de lo que hacía, también fue a su encuentro una gran multitud de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de la Transjordania y de la región de Tiro y Sidón. Entonces mandó a sus discípulos que le prepararan una barca, para que la muchedumbre no lo apretujara.
Porque, como curaba a muchos, todos los que padecían algún mal se arrojaban sobre él para tocarlo. Y los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: «¡Tú eres el Hijo de Dios!» Pero Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto.
Palabra del Señor
Comentario
Jesús nunca le niega a alguien la posibilidad de conocer su casa, su corazón; la posibilidad de entrar en diálogo con él, de seguirlo. Lo que él pretende, lo que necesita de nosotros, es nuestro corazón, nuestra sinceridad, nuestra disposición a abrirnos lentamente a su amor misericordioso y no andar a medias tintas, con ambigüedades, con dobleces. Ante el deseo de los discípulos de conocer su casa, dónde vivía, Jesús les respondió. «“Vengan y lo verán”, les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde». Así decía el evangelio del domingo. «¿Querés saber dónde vivo? ¿Querés conocerme? Vení, acercate, caminá. Las puertas están abiertas para los que quieran». Algo así podría significar para nosotros esta respuesta de Jesús. Hay que hacer la experiencia, no queda otro camino.
Muchas veces pretendemos que Dios venga a nosotros, que él se acerque a nuestro corazón y en realidad ya lo está, y eso es lindo. Pero en realidad no debemos olvidar que eso ya lo hizo desde que se hizo hombre, lo hace cada día en su Palabra, lo hace cada día en la Eucaristía. Jesús nos invita en realidad a «ir y ver», a hacer nosotros la experiencia, a mover nuestros pies y nuestros corazones para estar con él.
Muchísimas veces se acercan personas a nosotros los sacerdotes y nos dicen: «Ya no siento lo que sentía antes, padre. No sé qué me pasó, perdí la fe». Generalmente, indagando un poco, uno pregunta: «¿Qué pasó? ¿Qué hiciste?» Y la respuesta es: «Nada». Y en el fondo lo que pasó es que se dejó de buscar, se dejó de caminar, se dejó de «ir y ver» a dónde está Jesús. Eso nos pasa a todos, es normal. Cuando dejamos de buscar, cuando perdemos ese fervor inicial, cuando nos olvidamos que la invitación para seguir a Jesús es de todos los días, vamos lentamente perdiendo el deseo de estar con él, vamos perdiendo el entusiasmo de esa primera vez que nunca olvidaremos y que nos hizo acordar hasta la hora, como les paso a Andrés y a Juan o a nosotros.
Si estás en esa situación, de desánimo, de pensar que ya perdiste la fe, de que Jesús te abandonó, pensá si en realidad no fuiste vos el que dejó de buscar, si no fuiste vos el que perdió ese deseo y se olvidó de lo lindo que era estar con él. Si, por el contrario, estás en esa etapa linda de enamoramiento, en donde todo es gozo, en donde todo fluye y parece que no se terminará nunca, no creas que eso dura para siempre. Sabé que es una etapa que tenés que disfrutar y atesorar para cuando vengan momentos difíciles. Seguir a Jesús es un poco de todo esto: estar esperándolo de alguna manera, buscarlo, dejarse preguntar por él y ponerse en camino para conocer su corazón, dispuestos a no dejar de buscar nunca.
Según Algo del Evangelio de hoy Jesús no se deja «seguir» por cualquiera. Aunque suene feo lo que te digo, no se deja «apretujar». Se deja buscar por aquellos que son humildes, por los que reconocen que algo les falta. Dios se hace encontradizo con el que lo busca, pero con el que lo busca con humildad, con sinceridad y no por los que quieren manipularlo, observarlo, criticarlo –como los fariseos–. Por eso el soberbio no puede ver a Dios; ¡jamás!, porque su corazón solo ve lo que quiere ver. Él no se deja encontrar por los que quieren utilizar mal su Nombre. No se puede manipular a Jesús, a Dios. No podemos usarlo para nuestra conveniencia. Ante los gritos de los «espíritus inmundos», la Palabra dice que «Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto».
¿Por qué Jesús no quería que se difunda las cosas que hacía? ¿Por qué Jesús no quería que digan quién era? Justamente por esto que venimos hablando. Porque él quería y quiere enseñarnos a no mirar las apariencias, sino mirar el corazón, no quedarnos con lo superficial. No hay que dejarse llevar por lo externo. Lo que más hace sufrir el corazón de Jesús es que nos quedemos con las apariencias de lo que hizo y no con su corazón. Él no quería ser, por decirlo así, un «milagrero» más.
Jesús no quiere ser un «sanador» del montón, alguien que promete felicidad barata. Jesús no quiere ser «la solución» rápida. Jesús no quería vivir de la apariencia, sino que quiere mostrarnos su corazón. Quiere mostrarnos su corazón, que nos enamoremos de él. Él quiere que lo amemos con toda el alma, no por lo que hace solamente, sino por lo que es. Por eso prohibía que le hagan mala propaganda, porque la propaganda lo único que exalta es lo que las personas hacen y hace muy difícil que veamos lo que las personas son. Solo el que conoce realmente a Jesús puede transmitir lo que es. Los demás se quedan con lo superficial, con lo recibido.
Es lindo ver en el evangelio de hoy quiénes y cómo buscaban a Jesús. ¿Quiénes lo buscaban? Los marginados, los sufridos, los enfermos, aquellos que padecían algo o les faltaba algo. ¿Cómo lo buscaban? Se «apretujaban» y se arrojaban para tocarlo. ¡Qué lindo! ¡Qué lindo es ver cuando hoy alguien se acerca a buscar a Jesús con tanto amor, con amorosa desesperación! ¿Sos de los que lo buscan? ¿Cómo lo buscás?
Sigamos a Jesús como él quiere que lo sigamos. Pensemos a qué Jesús a veces andamos siguiendo y cómo lo estamos siguiendo.