«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”.
Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”.
El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”.
Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”.
“No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”.
Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”».
Palabra del Señor
Comentario
La experiencia de la transfiguración, seguramente para los discípulos, en otros momentos de sus vidas, fue consuelo en la aflicción, en esos momentos de cruz que les tocó vivir después, tanto la cruz del mismo Jesús como la propia en su apostolado posterior a la ascensión de Jesús a los cielos. En realidad, deberíamos decir que no comprendieron mucho hasta que recibieron el Espíritu Santo, es él el que nos ayuda a comprender las vivencias, las experiencias, tanto las gozosas como las dolorosas. Por eso es bueno pedirle a la tercera persona de la Santísima Trinidad que nos ayude a asimilar las experiencias vividas, gozosas con nuestro Padre, y a poder aceptar las que no fueron tan gratas, solo él puede hacerlo.
Hay evangelios que son tan expresivos, que dicen tanto de solo escucharlos una vez, palabras en las que Jesús fue tan directo, que pareciera que no necesitan tanta explicación. Sin embargo, siempre es bueno volver a escucharlos, siempre es bueno volver a decir algo para despertarnos del letargo en el que vivimos tantas veces, consciente o inconscientemente. Todos somos propensos a olvidar, especialmente las cosas que no nos interesan tanto, todos tendemos a ir acomodándonos en nuestras cosas y eso hace que incluso olvidemos lo importante, lo que en realidad jamás deberíamos olvidar. Esto que nos pasa con las cosas de la vida, nos puede pasar también con nuestra fe, con lo esencial del Evangelio, y que si lo olvidamos, provoca que se vaya atrofiando, perdiendo forma, y nos hace caer lentamente en una fe armada a la carta, a nuestro gusto y placer.
¿Cómo hacer para esquivar y minimizar las palabras de Jesús de Algo del Evangelio de hoy? Imposible. Si recibimos bienes en la tierra, ya sea por regalo o esfuerzo personal, o ambas cosas al mismo tiempo –pero que finalmente jamás es mérito exclusivamente de uno– y no sabemos compartirlos y no quisimos compartirlos al ver a tantos que la pasan mal, terminaremos algún día pidiendo clemencia a aquellos mismos que no quisimos socorrer cuando nos necesitaron. Así de directo, duro y sencillo. Jesús no tuvo medias tintas en ciertos temas, y por más que este evangelio, en estos tiempos de consumismo viralizado, nos dé en el fondo del corazón a todos, no podemos esquivarlo. Ninguno de nosotros puede acabar con el hambre del mundo, con la injusticia, con el dolor, con la desigualdad, con los sin techo, pero todos nosotros podemos ayudar de alguna manera a los que vamos cruzando por la vida, a los que de algún modo son presencia de Jesús para nosotros.
Alguno dirá: «A mí nadie me regalo nada, no me sobra nada. ¿Por qué tengo que darle algo de lo mío a los que no se esforzaron por conseguirlo?». ¿Estamos seguros? ¿Nadie nos regaló nada? Pensémoslo bien, desde que somos niños. ¿Nadie nos regaló nada? ¿Estamos seguros que en nuestra casa no nos sobra algo? Vayamos mirar la cantidad de ropa que a veces tenemos sin usar. Vayamos a mirar nuestra cocina y heladera, la comida que tenemos. Miremos nuestra billetera o la cuenta del banco, si tenemos, y fijémonos si en realidad necesitamos todo lo que tenemos o bien creemos que lo necesitamos. Mientras nosotros los cristianos a veces almacenamos y custodiamos cosas sin saber bien para qué, miles y miles luchan día a día por lo de cada día, por subsistir, ni siquiera por lo de mañana.
No está mal tener bienes, lo que está mal es no compartirlos, lo que está mal es ver alguien tirado y pasar de largo, lo que está mal es gastar miles de miles en cosas superfluas y no ser capaces de mirar y sentir el dolor de tanta gente que no puede, que no le alcanza. No nos corresponde solucionarle, el problema a todos, pero sí a los que podemos, a los que lleguen nuestras manos y corazones.
A veces la cerrazón del corazón humano puede llegar a ser tan grande «que, aunque los muertos resuciten, tampoco se convencerán». Es muy fuerte y dura esta expresión de Jesús, pero describe gráficamente el drama del corazón del hombre que se cierra al amor de Dios y al de los más necesitados.
Que Jesús nos libre de esta cerrazón, a vos y a mí. No hace falta que resucite alguien para descubrir lo que Dios quiere de nosotros, lo que desea. Tenemos la Palabra de Dios de cada día y lo que nos falta muchas veces es llevarla a la vida, a la práctica.
Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.