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II Domingo durante el año

Estaba Juan con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios.»

Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?» Ellos le respondieron: «Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?» «Vengan y lo verán», les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.

Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Al primero que encontró fue a su propio hermano Simón, y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías», que traducido significa Cristo. Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas», que traducido significa Pedro.

Palabra del Señor

Comentario

Por ahí te acordarás que te conté que en este año, salvo algunas excepciones como los tiempos fuertes de Cuaresma y Pascua, los domingos nos acompañará la lectura del evangelio según san Marcos. Iremos conociéndolo poco a poco, adentrándonos en la mirada que este hombre tuvo de Jesús y la que nos quiso dejar a nosotros para siempre. Sin embargo, hoy empezamos con una de esas excepciones, porque el segundo domingo del tiempo durante el año, después del tiempo de Navidad, se lee siempre este evangelio de Juan; casi como una prolongación de los misterios que venimos celebrando en estas últimas semanas, de Navidad y de la Epifanía, de la manifestación de Jesús. Jesús se hizo hombre, se manifestó a María y a José, a unos humildes pastores, se dejó encontrar por los magos de Oriente, por los paganos; o sea, quiso y quiere manifestarse a todo el mundo, sin distinción de raza. Se dejó bautizar para hacerse uno de nosotros siendo humilde y ahora podríamos decir que en este día se deja señalar por Juan el Bautista para que todos sepamos quién es realmente y empecemos a seguirlo para enamorarnos de él. Todo tiene, por decirlo así, su lógica. Y Algo del Evangelio de hoy creo que nos ayuda a pensar, me parece, en dos cosas fundamentales, muy lindas, que nos pueden ayudar.

Primero: Necesitamos de alguien para saber quién es Jesús realmente. Los de ese entonces tuvieron a Juan que «miró» a Jesús y que lo señaló también, podríamos decir, como el Cordero de Dios que quitaba el pecado del mundo, que lo quita, y de alguna manera se los señaló a otros. Es lindo pensar en esto. Es lindo pensar que necesitamos de otro para conocerlo, es necesario, y es lindo saber que otros necesitan de nosotros para conocer a Jesús. Nadie puede conocer a Cristo si alguien no se lo señala, no se lo muestra, si alguien no vivió la experiencia previamente, si alguien no dice «ahí está, es ese». Ese que se cruzó por mi vida es el que quiero que se cruce por la tuya. Es manso, es cordero, quita el pecado, no reta, no grita, no juzga, no critica, no mira mal, no despotrica, no pontifica y dice a todo el mundo lo que hay que hacer; sino que ama, perdona, abraza, corrige –es verdad–, acaricia, nos da su misericordia sin límites. Ese es el Jesús que tenemos que mirar y señalar, ese es el Jesús que nos señalaron, o podemos preguntarnos: ¿Es así el Jesús que señalo para que otros crean? ¿Es así el Jesús que me señalaron, y es así tan manso, tan cordero?, ¿o me señalaron a otro y yo seguí sin querer, sin darme cuenta quién era? Es lindo para pensar, lindo para cuestionarse, porque en definitiva ahí se juega mucho de nuestra fe, ahí se juega mucho sobre cómo siento y vivo la fe. ¿Señalo a Jesús o me señalo a mí mismo, o señalo a un Jesús caricatura, deformado por ideas un poco baratas?

Y lo segundo tiene que ver, por supuesto, con el encuentro con Jesús, que, si es real, es inolvidable. ¿Te acordás la hora y el lugar del momento en el que más disfrutaste estar con él? Los apóstoles, estos que escuchamos hoy, no se lo olvidaron jamás. Dice así: «Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde». ¡Qué lindo debe haber sido! ¡Cómo habrán disfrutado! La conclusión no es muy difícil: aquel que está con Jesús y lo conoce de verdad, no lo olvida jamás en la vida; es más, como le pasó a Andrés, «al primero que encuentra» se lo cuenta.

Lo que escuchamos en la escena de hoy es una síntesis de cómo se conoce a Jesús, de qué se siente y qué produce al corazón. Pasa de todo en muy poco tiempo. Pero en definitiva lo que se nota es que ser discípulo de Jesús, ser cristiano en serio, es ir «tras sus pasos», es caminar tras de él con una pregunta fundamental en el corazón: ¿Dónde vives?, ¿dónde vivís? Que sería como decir: «¡Quiero conocerte! ¡Quiero estar con vos! Quiero saber dónde está tu casa y quiero entrar en ella, quiero ser tu amigo, quiero caminar mi vida junto a la tuya».

Ser discípulo de Jesús es dejarse también cuestionar por él, dejar que él nos pregunte: ¿Qué querés?, ¿qué buscás?, ¿cuál es tu anhelo más profundo? Jesús nos pregunta no porque no sepa lo que necesitamos, sino porque quiere ayudarnos a que nos demos cuenta nosotros mismos, quiere ayudarnos a sacar «lo que ya está adentro» y no nos damos cuenta, aquello para lo que fuimos creados, para entrar en comunión con él.

Ser discípulo de Jesús no es automático, no es de un día para el otro, no es definitivo en el sentido que ya está. Uno «se va haciendo» de a poco. Ir siendo discípulo es escuchar a Jesús que siempre nos dice: «Vengan y lo verán». Como si nos dijera: «Vení, animate a seguirme para conocer mi corazón. Vení, te ofrezco mi corazón, mi casa, te ofrezco conocerme. Mi casa está en el mundo. Mi casa está en tu corazón, mi casa está en el corazón de los otros. Mi casa está en la oración silenciosa, está en la Eucaristía, está en cada encuentro personal conmigo y Yo estoy en todos lados». En realidad, Jesús nos invita a su casa para terminar entrando a la nuestra, en nuestro corazón. Sí, es verdad que es un encuentro definitivo cuando realmente lo encontramos. Ya nunca queremos volver atrás.

Cuando hoy el sacerdote levante la hostia y diga en la Misa: «Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dichosos los invitados a la cena del Señor», digámosle a Jesús con sinceridad que queremos seguirlo y, aunque no «somos dignos», queremos que él también entre en nuestra casa. Una palabra suya, bastará para sanarnos. ¿Te acordás la hora y el momento en la que conociste a tu Salvador? ¿Te acordás la hora y el momento en la que más disfrutaste estar con Jesús?