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II Domingo de Navidad

Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.

Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.

Palabra del Señor

Comentario

Si escuchaste la Palabra de Dios en estos últimos días de Navidad, por ahí estarás pensando que este Evangelio ya lo escuchaste alguna vez. Y sí, es verdad, esta es la tercera vez en ocho días que aparece este Evangelio de Juan en la liturgia. A veces pasan estas cosas, y a veces son, digamos así, «a propósito». Pero lo primero que te recomiendo es que no pienses que ya está, que no hace falta escucharlo otra vez. Esa es la peor tentación que sufrimos todos los hijos de Dios para con nuestro Padre del Cielo que nos habla siempre de mil maneras distintas. Pensar que Dios ya no tiene nada que decirnos, pensar que ya escuchamos varias veces lo mismo y por eso ya lo sabemos, que ya lo comprendemos, que ya lo conozco, en el fondo no nos hace bien. Nada más alejado de la novedad y de las sorpresas que Dios siempre quiere darnos por medio de su Hijo, que es la Palabra. Él no es palabra vacía o llena de contenidos para recordar, como las cosas que estudiamos, sino que es Palabra llena de vida, de luz y de amor y, por supuesto, da vida, ilumina y llena de amor. Por eso, siempre que la escuchamos, sabiendo esto, puede volvernos a sorprender. Ojalá que hoy nos sorprenda otra vez la Palabra de Dios, como ya lo hizo tantas veces en nuestros corazones.

Y entre tantas cosas que podemos seguir meditando de Algo del Evangelio de hoy, que es inagotable, porque es como de algún modo el resumen, el prólogo del Evangelio de Juan, hoy pienso lo siguiente: Dios quiso quedarse con nosotros para siempre. Dice san Juan que «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Puso su carpa, su morada entre nosotros, también puede traducirse. Dios eligió venir él mismo a hablarnos y evitar así los mensajeros y las malas interpretaciones. Dios Padre no quiso que su pensar, su querer, su sentir, quedase en palabras que se las lleva el viento, como decimos, sino que quiso enviar a su Hijo, para que haciéndose hombre, para que haciéndose carne, como dice la Escritura, pueda estar presente en cada uno de nosotros y hablarnos como hablamos nosotros; hablarnos como hombres, trayéndonos las cosas del Padre.

La Palabra de Dios, o sea, todo lo que Dios Padre quiso decirnos, es el mismo Jesús, toda su persona. Todo lo que hizo, sintió y vivió, hoy podemos conocerlo gracias a las palabras escritas que quedaron en los evangelios (sus acciones, sus gestos) y también por las palabras que se transmitieron de corazón a corazón desde los apóstoles, de creyente a creyente, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, en la tradición de la Iglesia. Así nos llega hoy a nosotros la Palabra de Dios.

Sobre cómo eligió Dios hablarnos, sobre el modo que tiene de comunicarse con nosotros, tenemos muchísimo para aprender. Porque de nuestra boca y del corazón pueden y salen palabras que iluminan, palabras que dan vida, que ayudan, que consuelan, que animan, que levantan; o bien de nuestro corazón pueden también pensarse palabras, y salir finalmente de nuestra boca, y que no sean palabras de vida, sino que engendran tinieblas y muerte a nuestro alrededor y en nuestro interior. Nuestras palabras y las de los demás influyen muchísimo en el color, por decirlo de algún modo, que toma el ambiente en el que nos movemos. Nuestras palabras y no solo me refiero a las que salen de nuestra boca, sino a nuestros gestos, a nuestra presencia, a nuestra manera de mirar, de relacionarnos con los demás. Las palabras y el modo de comunicarnos expresan qué pensamos, lo que sentimos y lo que deseamos. Y cuando nos comunicamos, transmitimos eso, lo que sentimos, pensamos y deseamos. Además, nuestras palabras pueden estar acompañadas de gestos que afirman o desmienten lo que expresamos. ¡Cuántas veces «borramos», como se dice, con el codo lo que escribimos con la mano! ¡Cuántas veces un gesto vale más que mil palabras!, o sea, dice mucho más de lo que quisimos decir con esas palabras.

Podríamos decir entonces que la mayor parte de nuestra vida, o mucho del tiempo, es un tratar de ir aprendiendo e ir educando nuestro modo de hablar, de comunicarnos con los demás; un ir encontrando esa concordancia entre el corazón, la cabeza y lo que expresamos; un ir aprendiendo mirando a Jesús, cómo Dios quiere comunicarse con nosotros y cómo nosotros tenemos que comunicarnos con los demás y qué cosas tenemos que comunicar a los demás. También es un ir aprendiendo a escuchar y a comprender lo que otros quieren decirnos.

¡Si supiéramos expresarnos bien!, ¿cuántos malestares nos ahorraríamos? ¡Si supiéramos escuchar y comprender mejor a los demás y no leer entrelíneas, juzgando lo que nos dicen!, ¿cuántos malos humores nos evitaríamos en nosotros y en los demás?

Bueno, la Palabra de Dios, Jesús, es luz, da luz, ilumina las tinieblas de nuestro corazón y nuestro alrededor. La Palabra de Dios, Jesús, es vida y da vida, vivifica todo corazón que toca, todo creyente que la recibe y la quiere llevar a su vida.

¿Alguien se imagina a Jesús hablando mal, gritando y tratando mal a los otros? Difícil, ¿no? Él vino a enseñarnos la verdad, pero nos la enseñó bien. No solo hay que enseñar cosas verdaderas, sino enseñarlas bien y con el ejemplo de la vida. No solo hay que decir la verdad, sino hay que decirla bien, hay que decirla con amor.

Pidamos hoy a la Palabra, que es Jesús, a aprender a hablar y a comunicarnos como él lo hizo, con nuestros gestos y con nuestras miradas, con todo lo que hacemos, y a escuchar bien y saber decir las cosas y a expresarlas con amor. El amor es el que abre los corazones para que pueda entrar la luz y la verdad, la vida de Jesús. Probemos lo lindo que es escuchar, probemos lo lindo que es hablar bien. Él nos habló bien, hagamos lo que él hizo. Que la Palabra de Dios penetre en nuestros corazones.