Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios.
Como está escrito en el libro del profeta Isaías:
«Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos,» así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.
Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo: «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo.»
Palabra del Señor
Comentario
A veces resulta difícil seguir el hilo de lo que, domingo a domingo, se nos va proponiendo para meditar. Parece casi imposible seguir el ritmo de lo que la Palabra de Dios nos propone, pero no hay que perder el ánimo. Hay que «bajar un cambio» y hacer el esfuerzo. Esto no es un examen escolar. La idea no es intentar escuchar todo para «hacer» toda la tarea como quien tiene que cumplir, sino que lo ideal es escuchar y discernir, o sea, distinguir qué es para mí y qué no es para mí en este momento –que podrá serlo en otro–. Qué es para mí en este momento y qué no, y no tanto un escuchar por escuchar. La Iglesia, especialmente los domingos y en los tiempos como adviento, nos ayuda a organizarnos, nos arma –digamos así– un esquema en el que pedagógicamente nos quiere llevar de la mano a un mismo fin; pero eso no quiere decir que todos lleguemos ahora y de la misma manera. Cada uno de nosotros está en momentos y situaciones especiales. Cada uno de nosotros llega a este tiempo de modos y con vivencias distintas. No somos iguales y no tenemos porqué serlo. La propuesta es la misma para todos, pero la respuesta es tan diversa como los tipos de oyentes que la reciban.
La propuesta del adviento la presentamos la semana pasada. ¿Te acordás? Un primer domingo para despertar de alguna manera, por eso hay que estar en vela, vigilantes. Y hoy, en este segundo domingo, de algún modo se nos propone el tema de la conversión. Por eso, aparece la figura de Juan el Bautista, que no puede faltar en este tiempo. Él siempre aparece cuando en realidad hay que ir desapareciendo, cuando hay que abrir las puertas del corazón; pero para dejarlas abiertas y que nadie se quede ahí. Es una metáfora, una forma de decir. ¿A quién se le ocurre quedarse en la puerta después de abrirla, como tapando la entrada? ¿A quién se le ocurre abrir una puerta y quedarse ahí tapándola, parado para no dejar pasar a nadie?
Bueno, Juan el Bautista es eso para nosotros, para la historia de la salvación, para este adviento que empezamos. Es el que abrió la puerta para dar paso a Cristo y jamás se le ocurrió quedarse ahí para molestar; sino todo lo contrario, la abrió para apartarse y que todos podamos pasar y estar con Jesús. «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias». La conversión que se nos propone es la conversión de la humildad, tanto para recibir la salvación como para ser canal de ella. Sin humildad no es posible recibir profundamente a Cristo en el corazón, y sin humildad es infecundo nuestro trabajo en la Iglesia para llevar a Cristo a los demás.
Juan Bautista vivió las dos dimensiones de la humildad: la que recibe sin nada a cambio, la que recibe sabiendo que todo debe recibirlo, la que recibe sabiendo que lo grande viene de lo alto; y, por otro lado, la humildad que da sabiendo que es necesario desaparecer, la que da reconociendo que siempre viene algo mejor, la que da no creyéndose el dueño de lo dado.
Para recibir a Jesús niño en esta navidad y todos los días, es indispensable seguir el camino de la humildad, convertirse día a día, cambiar de mentalidad a cada instante, cambiar nuestra manera de encarar las cosas, de planearlas, de soñarlas. Las grandezas de este mundo, las grandezas con las que se «agranda» nuestro corazón, no se condicen con la grandeza de Algo del Evangelio de hoy y la que se nos propone en este adviento.
La segunda lectura de hoy dice algo muy fuerte y directo que nos ayuda también a reflexionar en esta línea: «El Señor no tarda en cumplir lo que ha prometido, como algunos se imaginan, sino que tiene paciencia con ustedes porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan». Él nos quiere humildes, nos necesita humildes, por la sencilla razón de que es la mejor manera de que se cumpla su voluntad acá en la tierra. No es un «aderezo» más al plan de salvación, sino que es la condición para que se dé la salvación.
El que no se reconoce humilde y necesitado jamás deseará recibir algo distinto a lo que tiene. El que no se reconoce deseoso de conversión, de cambio, es el que no considera que la propuesta de Jesús es mucho más feliz y superadora que la nuestra.
Y, por otro lado, el que no es humilde para transmitir, no puede ser puente para que otros descubran a Jesús. El que no desaparece para dejar que aparezca el verdadero salvador, es el que sin querer se considera salvador de los otros. Vivimos esa paradoja. La maravilla de ser salvados y de alguna manera «salvadores» de otros; pero no por nosotros mismos, sino por el misterio del amor de Jesús que actúa en nosotros.
Que este segundo domingo de adviento nos ayude a darnos cuentas que sin él no seríamos nada, que él nos pide una vez más que cambiemos algo de nosotros para dejar que sea él el salvador en tantos corazones que lo necesitan –sin olvidar que los primeros necesitados somos vos y yo–.