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I Viernes durante el año

Jesús volvió a Cafarnaún y se difundió la noticia de que estaba en la casa. Se reunió tanta gente, que no había más lugar ni siguiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra.

Le trajeron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres. Y como no podían acercarlo a él, a causa de la multitud, levantaron el techo sobre el lugar donde Jesús estaba, y haciendo un agujero descolgaron la camilla con el paralítico. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados.»

Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior: « ¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?»

Jesús, advirtiendo en seguida que pensaban así, les dijo: « ¿Qué están pensando? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o “Levántate, toma tu camilla y camina”? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.»

Él se levantó en seguida, tomó su camilla y salió a la vista de todos. La gente quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: «Nunca hemos visto nada igual».

Palabra del Señor

Comentario

El poder más poderoso, valga la redundancia, es el que nos cambia desde adentro hacia afuera, es el que cambia el corazón, es el cambio silencioso, el de la humildad y no el de los gritos, propagandas o shows que todo el mundo quiere ver. Todo lo que huele a eso, la mayoría de las veces, son estrellas fugaces, que sorprenden, que entusiasman por momentos pero desaparecen en segundos y después el cielo sigue igual.

La gran tentación de los creyentes, de la Iglesia, es querer anunciar un cambio que no pasa por el camino silencioso de la humildad, de la cruz. En definitiva, el camino de Jesús. El gran deseo de todos es querer vivir una vida nueva, la vida de resurrección, sin pasar por lo que pasó Jesús. Por eso, cuidado cuando dentro de la Iglesia, y ni hablar afuera, nos proponen cambios mágicos y veloces, cambios centrados en lo que hacemos y no en lo que somos fundamentalmente. Cuidado con las propuestas mágicas y únicas, cuidado con las promesas de cambios que no implican esfuerzo y perseverancia cotidiana. No están basadas en el evangelio, por más lindas y atractivas que parezcan a simple vista. La Iglesia es como Algo del Evangelio de hoy, es una casa común: Jesús adentro de la casa anunciando su palabra –un mensaje de vida, que quiere asombrar, que quiere ser novedoso, que quiere dar vida–, mucha gente reunida para escuchar y mucha gente también herida para sanar.

La humildad nos debería llevar a pensar que todos andamos o anduvimos en camilla alguna vez. Camilleros o llevados en camilla, paralíticos, o por lo menos algún día nos tocará este camino. Si no andamos en camilla, estamos rengueando por ahí o estamos rengueando llevando a otros. Si no andamos rengueando, alguien se está jugando por nosotros y nos está llevando en camilla hacia Jesús, y él siempre esperando. La cuestión es que todos vamos a estar con Jesús. Ese es el destino de nuestra vida: ir a sus pies, aunque a veces no nos demos cuenta. Queremos estar con él cueste lo que cueste, ojalá que nos brote este sentimiento, y entrando por cualquier lugar: por el techo, por la ventana de la Iglesia; no importa. Lo importante es llegar a sus pies. Para eso vino Jesús a tu vida y a la mía, para que podamos encontrarnos con él cara a cara, corazón a corazón; para enseñarnos a encontrarnos con todos los que lo buscan y encontrarse con los que lo buscan con sincero corazón.

Pensá cómo alguien se las ingenió para meterte por el «techo» de la Iglesia alguna vez en tu vida y ponerte a los pies de nuestro buen Jesús. Por ahí alguna vez vos te las ingeniaste, por amor a alguien y por fe, a llevar a los pies de nuestro Salvador a otro que andaba sin poder moverse por el dolor, por el egoísmo que paraliza, por la tristeza, la depresión, por el miedo, por la soberbia que endurece el corazón y no deja amar, por la pereza que nos tira y no nos deja hacer nada, por la dejadez, por la bronca, por el odio, por el deseo de tener todo para nada, por la vanidad, por la lujuria que insensibiliza, por alguna adicción, por la pérdida del sentido de la vida. Si no lo hiciste nunca, pensá, siempre hay algún herido por ahí en el camino que te necesita. Rezá vos tu parte, no te lo pierdas, hacé el esfuerzo con este evangelio de hoy.

Por ejemplo, imaginá que Jesús te dice personalmente estas palabras: «Hijo, tus pecados te son perdonados. Hijo, tus pecados te son perdonados. Yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». ¡Qué lindas palabras! Tenemos que volver a nuestra casa hoy con la camilla. Tenemos que levantarnos, tenemos que dejarnos perdonar. Jesús nos anima a dejar esa camilla, que en el fondo muchas veces es comodidad, donde por ahí nos quedamos haciéndonos las víctimas muchas veces para que otros nos lleven.

Jesús nos invita a volver a la casa de nuestro corazón que abandonamos de hace tiempo, por mil razones: por el activismo exacerbado de esta vida, por ser madres, por ser padres, por el pecado que nos carcome el corazón y nos va consumiendo, por haber abandonado lo más querido –aquello que pensamos que nunca íbamos a abandonar–, por habernos alejado de la casa más linda que es la Iglesia –con sus errores, pero la más linda–, por creernos que podríamos solos. ¡Qué ingenuos! Él hoy nos lo manda, él nos perdona. Él te perdona, él te pide que te levantes. Él nos quiere curar el corazón paralizado que no queremos que deje de latir por amor, por estar a veces con miedo. El perdón de Jesús moviliza y nos ayuda a cargar nosotros mismos con la camilla que antes nos llevaba por no poder caminar. ¡Qué increíble!, ¿no? Eso es volver a nacer, eso es la humildad, eso es querer cambiar.