Cuando Jesús se fue, lo siguieron dos ciegos, gritando: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David.»
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron, y él les preguntó: «¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?»
Ellos le respondieron: «Sí, Señor.»
Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como ustedes han creído.»
Y se les abrieron sus ojos.
Entonces Jesús les exigió: «¡Cuidado! Que nadie lo sepa.»
Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.
Palabra del Señor
Comentario
A raíz de lo que venimos hablando en estos días sobre el tema del miedo, ese miedo originario, esa herida profunda que llevamos dentro, que tratamos de descubrir, que en la Palabra de Dios de alguna manera recorre toda la historia de la salvación –desde el pecado original hasta el fin de los tiempos–; alguien se me acercó a contarme sus miedos, el miedo a la frustración, el miedo a que no le salgan las cosas como él piensa, el miedo en definitiva a que aquellos que tiene cerca, aquellos que más lo aman, en el fondo dejen de amarlo porque él no pueda cumplir sus expectativas. Sin embargo, al ir hablando con él, al ir abriendo su corazón, él se fue dando cuenta que, en realidad, ese miedo lo tiene él, ese temor de dejar de ser amado por sus más queridos era una gran contradicción, porque aquellos que él tiene cerca no se cansan de decirle que no lo van a dejar de querer porque no le vaya bien en ese proyecto, en ese sueño que él tiene. Sin embargo, él no terminaba de convencerse. Tiene miedo, tiene miedo a que todo se venga abajo, porque no le salga ese trabajo o ese proyecto que tanto anhela. ¡Qué linda charla!
En definitiva, juntos nos dimos cuenta que ese gran temor, que él tiene, es el temor a dejar de ser amado. Y a mí me ayudó a pensar: ¿cuál es nuestro miedo más profundo?, ¿cuál es el temor que nos envuelve, que nos acompaña a lo largo de toda la vida y que es tan humano, pero en el fondo es una gran herida que todos tenemos? Es eso, es el temor a no ser amados, el temor a quedarnos solos, que cuando lo pensamos, lo racionalizamos, sabemos que no es así. Sin embargo, nuestras actitudes y nuestra manera de actuar muchas veces se impregnan, todas nuestras actitudes en este gran temor. Por eso hay que ir al fondo del corazón, del tuyo y del mío, para darnos cuenta que en realidad ese temor que proyectamos en los demás o que sin querer le entregamos a los otros, pensando que son ellos los que nos dejarán de amar, es en definitiva nuestra propia incapacidad de amarnos a nosotros mismos.
Si nosotros estuviéramos plenamente conformes con nuestra vida, con nuestro modo de ser; si nosotros nos amaramos como Dios nos ama, si nosotros descubriéramos que él siempre nos ama, por más que nosotros nos escapamos, por más que nosotros nos escondamos de él, en definitiva nunca nos sentiríamos solos. Por eso nuestro camino tiene que ser el del amor sincero, verdadero y profundo hacia nosotros mismos que nos dará la seguridad para actuar sin estar buscando el aplauso, sin tener temor al qué dirán y caminando con pasos seguros, sabiendo que nunca dejaremos de ser amados. Por eso no tengamos miedo, venzamos ese miedo profundo que tenemos y demonos cuenta que él nos ama así. Él quiere que cambiemos, pero nos ama así y nosotros tenemos que amarnos así.
Por eso, los que tenemos fe, ya desde ahora, tenemos de alguna manera en nuestro corazón la prueba de lo que todavía no vemos. No necesitamos que él se nos aparezca, sino que ya sabemos que él nos ama. La prueba está, en definitiva, en el corazón del que cree y empieza a ver todo distinto. La pregunta de Algo del Evangelio de hoy de Jesús a los ciegos nos viene muy bien, porque les dijo esto: «¿Creen que yo puedo hacer lo que me piden?». ¿Creen, tienen la certeza de que yo puedo darles lo que necesitan? ¿Confían en que mi presencia puede colmar todas las ansias de felicidad de sus vidas? ¿Vos crees que Jesús te ama? ¿Vos crees que Jesús te devolvió la vista? ¿Vos crees que Jesús fue el que le dio el sentido a tu vida y que, en definitiva, nos seguirá dando ese sentido que todos buscamos. Por eso Jesús, en el fondo, les estaba preguntando: ¿creen que yo soy su esperanza? Empecemos a imaginarnos las miles de preguntas que el mismo Maestro puede hacernos hoy a vos y a mí: ¿crees que yo soy el que te puede ayudar a empezar a ver todo eso que no estás pudiendo ver? ¿Crees que soy el que te puede ayudar a vencer los miedos que no te permiten vivir libre y en paz? ¿Crees, estás seguro que necesitás ser curado de tu incapacidad de ver tantas cosas que te llevas a veces por delante y no te das cuenta? ¿Crees que te puedo ayudar a ver la falta de amor que estás teniendo en tu casa, con tus hijos, con tu mujer, con tu marido, con tus amigos? ¿Crees que yo te puedo hacer ver todo lo que podés dar y a veces te guardás por temor o incluso por egoísmo?
El mayor milagro de Jesús que hoy quiere hacer en tu vida y en la mía no es el de curar ciegos, aunque lo puede hacer, sino el de hacer que los que vemos todo nos demos cuenta que muchas veces no vemos nada. El milagro que Jesús quiere hacer hoy es que empecemos a ver con el corazón, que empecemos a gritar –porque en el fondo no vemos–: «Ten piedad de nosotros», para que descubramos que andamos con fe pero a veces como ciegos ante miles de situaciones que no percibimos, que el mundo está ciego porque no se arroja a los pies de Jesús para pedirle que lo cure de la ceguera.
Que hoy el Señor nos abra los ojos a todos. Que hoy creamos que también estamos un poco ciegos y que podemos ver mejor que en nuestro Maestro que es nuestra fe, nuestra esperanza y que con él, en definitiva, ya tenemos lo que buscamos. Lo que pasa es que no terminamos de darnos cuenta.