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I Sábado de Cuaresma

Jesús dijo a sus discípulos:

«Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.

Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?

Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.»

Palabra del Señor

Comentario

De las tentaciones o pruebas, aprendemos generalmente al pasarlas, una vez que las vivimos. Por más que nos expliquen lo que significa ser tentados o probados, la verdad es que el fruto podemos verlo con el tiempo y si sabemos reflexionar y mirar para atrás. Es cierto también que en el mismo momento en el que somos tentados, si vamos adquiriendo la capacidad de escuchar la voz del corazón, la dulce voz del Espíritu Santo en nuestro interior, podemos ir aprendiendo a superarlas y siempre sacar algo positivo. Sin embargo, lo más lógico es pensar que a ninguno de nosotros nos divierte, por decirlo de alguna manera, ser tentados, preferiríamos estar siempre en paz, sin sobresaltos, sin problemas.

Repasemos en este día las diferentes tentaciones que nos tocaron vivir esta semana, incluso al escuchar los evangelios, al intentar rezar con la Palabra de Dios. El deseo más grande del tentador, es que dejemos la oración, y lo que dejamos generalmente primero, cuando no estamos bien, cuando estamos tristes o cansados, es justamente la oración. No perdamos el ánimo, no desfallezcamos, seamos fuertes, no nos dejemos vencer por las falsas voces que nos inducen a pensar que no tiene sentido lo que hacemos; al contrario, nunca nos olvidemos que «lo visible es transitorio, en cambio lo invisible, lo que no se ve, es eterno».

Bueno, terminamos esta primera semana de Cuaresma llenos de recomendaciones, de cosas aparentemente por hacer, de palabras por cumplir. Una semana en la que los evangelios nos sacudieron de lado a lado y de yapa terminamos escuchando una de las páginas más difíciles del Nuevo Testamento, no solo porque es difícil de comprender, sino también porque es difícil de vivir, por supuesto. Pero te propongo y me propongo que antes de pensar, calcular y recalcular lo que tenemos que hacer, lo que deberíamos hacer o lo que hemos dejado de hacer, demos gracias a Jesús por estos días de gracia, demos gracias a nuestro Maestro porque día a día, más allá de nuestras debilidades, estamos haciendo lo posible para escucharlo, a veces mejor, otras veces no tanto, algunas ni siquiera escuchamos, pero lo importante es volver a empezar, volver a levantarse siempre y desear como alguna vez lo hemos deseado o de una manera nueva. Dar gracias es fundamental para no caer en un cristianismo vacío de contenido, para no caer en el fariseísmo del cumplimiento, de la conciencia anestesiada por la tranquilidad de ser más o menos o relativamente buenos.

Evidentemente después de escuchar Algo del Evangelio de hoy, no alcanza con ser relativamente buenos, acordémonos la frase de ayer: «Les aseguro que, si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos». Les aseguro que, si ustedes creen o piensan que, con ser buenos, con no matar a nadie, con no robar –como dicen tantas personas– alcanza para ser hijo, están equivocados. Jesús vino a hacernos hijos, no esclavos, como decíamos ayer. Si queremos llegar a la Vida eterna, si queremos llegar a lo que nosotros llamamos «cielo», al encuentro con Dios cara a cara, es verdad que alcanzará con que cumplamos los mandamientos, es verdad que con no matar y robar casi que tenemos el pase asegurado; es verdad que, si no le hacemos el mal a nadie, de algún modo tenemos un lugar «ganado» en el cielo y no nos iremos al infierno. Pero… ¿y mientras tanto? Mientras tanto nos perdemos de vivir como hijos de Dios, nos perdemos en estar todo calculándolo, nos perdemos de ser cristianos en serio.

No entrar en el Reino de los Cielos equivale a perderse desde hoy la posibilidad de dar más, nos perdemos la alegría de amar no solo a los que nos aman y nos tratan bien, sino incluso a los que no son muy amables, a los que son un poco desagradables, a los que nos critican, a los que nos molestan, a los que son insoportables, a los que nos hacen el mal sin razón; en definitiva, a los que «naturalmente» no nos sale amar. Esta es la propuesta de este día, no es la obligación, es la propuesta de algo mejor y mayor.

Es el empuje de algo que no podríamos hacer si no fuera porque Jesús lo hizo por nosotros y porque nos da esa fuerza. Naturalmente así no se puede, sobrenaturalmente sí. Esa es la perfección de la que habla Jesús. Ser perfectos no significa no equivocarse, ser un perfectito que le sale todo bien, sino que ser perfecto evangélicamente es buscar y querer amar como ama el Padre, con el amor que proviene de él, con amor que viene de lo alto. Si se puede ser perfecto al modo del Evangelio, es mentira que no se puede. Miles y millones de santos lo lograron con la gracia del cielo. Mientras no queramos esto, mientras pensemos que la perfección del Evangelio es para algunos, estaremos todavía viviendo casi como paganos, no como creyentes, viviremos como la mayoría del mundo, intentando ser un poco buenos y evitando cruzarse con las personas que no son tan amables. Los enemigos serían todas aquellas personas que no nos sale amar naturalmente.

Jesús no pretende que seamos amigos de los que nos molestan, de los poco amables o de los malos, pretende que por lo menos no les quitemos el saludo, pretende especialmente que recemos por ellos. Si empezamos a transitar este camino, empezaremos a sentir la alegría de ser hijos, de ser hermanos de todos, de vivir sin rencores, de vivir sin destruir, de construir siempre. Eso es la perfección que nos pide Jesús, la perfección del Padre que está en el cielo.