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Fiesta de Santiago Apóstol

La madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante él para pedirle algo.

«¿Qué quieres?», le preguntó Jesús.

Ella le dijo: «Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.»

«No saben lo que piden», respondió Jesús. « ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?»

«Podemos», le respondieron.

«Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre.»

Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: «Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud.»

Palabra del Señor

Comentario

Nunca nos puede hacer mal escuchar la Palabra de Dios, la palabra que quedó escrita para siempre y para todos. La palabra que a lo largo de los siglos la Iglesia fue reconociendo como inspirada por Dios y para salvación de los hombres. Es palabra inspirada por Dios, decimos, pero al mismo tiempo escrita por hombres, de carne y hueso, como nosotros y, por eso, necesita ser interpretada, necesita ser explicada. De la palabra de Dios escrita puede salir lo mejor, las mejores verdades, por decirlo de alguna manera, la santidad. Y puede salir también lo peor, el rechazo, incluso el error, la herejía. Por eso tanta confusión y error. Porque muchos creen que basta tener una biblia en las manos como para que esa palabra dé frutos.

No, no basta, no alcanza. Es letra muerta si no es bien interpretada. Para que dé frutos en nosotros, es necesaria una comunidad de personas que, a lo largo de los siglos, la vaya comprendiendo, viviendo y transmitiendo. Eso es la Iglesia. Para eso es la Iglesia, para recibir la palabra a los pies de Jesús, para comprenderla, para vivirla y transmitirla. Y así comenzó la vida de la Iglesia con los apóstoles cercanos a Jesús y que llegó hasta nosotros, hasta el día de hoy.
Algo del Evangelio de hoy nos trae al presente un momento de la vida del apóstol Santiago, cuya fiesta celebramos hoy. Ese hombre que deseó ser el primero, pidió ser el primero entre los apóstoles y, finalmente, llegó a ser primero, pero de otra manera. Logró el primer puesto que deseaba, pero no por los caminos del acomodo, del ventajeo, sino por el camino del servicio que Jesús le fue marcando. Fue el primero de los apóstoles que recibió el don y la corona del martirio. Tuvo que pasar mucho tiempo para que comprendiera esas palabras de Jesús, de este día, que acabamos de escuchar, que incluso a nosotros nos puede costar comprender: «¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?»

Junto con Juan y Pedro fue uno de los apóstoles privilegiados y elegidos para ser testigo de momentos fundamentales en la vida del Señor: la resurrección de la hija de Jairo, la Transfiguración, la oración y sufrimiento de Jesús en el Huerto. Sin embargo, él parece que quería más, no se conformaba con eso. Junto con su hermano y utilizando a su madre para lograr lo que quería, le pidió a Jesús más privilegios. Le pidió un puesto en su Reino, sin saber que el Reino de Jesús iba a ser muy distinto de lo que él pensaba. Parece que no se conformaba con lo que tenía. Algo parecido a lo que, a veces, nos pasa a nosotros. Siempre me resultó muy “gracioso” este pasaje del evangelio. Es divertido ver cómo de una ambición muy mundana y humana, Jesús logra sacar un “sí”, un “podemos” casi inconsciente, arrebatado, a dos hombres que no sabían a qué se estaban comprometiendo. Dicen que sí en el fondo, si te pones a pensar, por ambición y deseos de figurar, de ser los primeros, y terminan comprometiéndose a ser “esclavos” de todos para llegar a ser grandes algún día, como Jesús les enseñaba. Hasta los otros diez se enojan por esa actitud, signo de que a ellos también les interesaban esos puestos.

Me resulta genial el modo de obrar de Jesús. El modo que tiene de lograr “sacar lo mejor de lo peor”, para que se vea bien que la fuerza no procede de nosotros, sino de él. Es claro que él necesita “vasijas de barro” para que el tesoro reluzca, para que se vea que la fuerza procede de su amor.

¿Cuántos “sí” y “podemos” inconscientes y mezclados con un poco de ambición dijimos en nuestra vida? Por mi parte varios, incluso la misma vocación a veces puede surgir así, con un poco de ambición humana. Pero lo lindo es saber que Jesús va purificando, va conduciendo a buen puerto nuestras intenciones, a veces, un poco torcidas y embarradas.

Qué esperanzador es saber que Jesús puede hacer de alguien, deseoso de reconocimiento, de popularidad, de búsqueda de poder y de tanto más, un enamorado del servicio y del amor. Puede tomar todo eso para hacerlo un mártir. Alguien que dé la vida, por él y por la Iglesia, sin importarle el puesto.

No sabemos lo que pedimos cuando pedimos. Es así, aunque nos creamos que las sabemos todas. Menos mal, menos mal que somos un poco inconscientes cuando, arrebatados por el amor mezclado con bastante de ambición, le decimos que sí al Señor. Le decimos que estamos dispuestos a todo, que aceptamos todo, que somos capaces de amar hasta el final, pero después corremos ante el primer obstáculo y sufrimiento. Menos mal, porque si supiéramos lo que significa, no lo haríamos, por temor, por fragilidad. Menos mal, porque si no fuéramos un poco inconscientes, él no tendría apóstoles, servidores de todos, a cambio de nada o, mejor dicho, a cambio de todo.

Pidamos todo, sabiendo que él nos dará todo. Todo lo que necesitamos para ser santos, generosos y servidores de su amor. Pedir por amor, aunque se mezcle, a veces, con un poco de ambición.