Jesús dijo a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.
Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»
Palabra del Señor
Comentario
Tenemos que hacer siempre el esfuerzo de asombrarnos, o sea, aumentar nuestra capacidad de asombro ante las palabras de Dios. ¿Hacemos el esfuerzo por darnos cuenta de que hay mucha más bondad en este mundo, en las cosas que vemos, en las situaciones y en nuestro corazón, de lo que pensabas? ¿Hacemos ese esfuerzo cada día? Y la Palabra de Dios se transforma en luz para poder ver eso que a veces no podemos ver. Cada día, como sacerdote, debo intentar mirar lo que mis ojos a veces no ven por ciego, por no darme cuenta de tanto amor de Dios, para poder encontrar a Jesús en todas las cosas. Si no hago el esfuerzo, si no hacemos ese esfuerzo, se seca nuestro corazón y nos convertimos en funcionarios de la fe; «en pastores que se apacientan así mismos», como decía san Agustín. Es el camino que todos debemos hacer y te propongo una vez más para que nuestra espiritualidad cristiana no sea abstracta y desencarnada, como fuera de nosotros.
Ser cristiano en medio de este mundo es no escaparle a este mundo justamente. Es meternos en él. No es escaparnos como si fuera todo malo, sino que es encontrar en este mundo, tal como es, las huellas de un Padre que nos busca a cada instante y nos encuentra siempre que nos dejamos encontrar. Pero, para eso, hay que dejarse asombrar, hay que andar atentos. Muchas veces el asombro nos llega casi intempestivamente, de manera obligada, podríamos decir. Solo tenemos que ceder y decirle a Dios: «Bueno, confío, la verdad que confío. Creo que estás acá. No puedo dudar. Esto no puede venir de otro lado». No sé si alguna vez te pasó, pero nos pasa cuando uno está como «entrenado» en el asombro de tanto escuchar, cuando uno está dispuesto. Pasa también cuando Dios quiere, de un modo casi milagroso diríamos. Al mismo tiempo, es como una disposición del corazón que tenemos que ejercitar. Algo que se va adquiriendo en la medida que nos «dejamos» empapar por su Palabra. Eso intentamos e intento cada día, porque siempre es más fácil ser a veces amargado, pesimista y ver todo lo malo. Sigamos practicando, sigamos entrenando el corazón. No te desanimes. A levantar la cabeza y el corazón.
Bueno, ¿qué te asombra de Algo del Evangelio de hoy? Saber qué nos asombra es como, de alguna manera, un termómetro de lo que queremos. Nos marca la temperatura de lo que sentimos, de lo que pensamos. ¿Qué nos anda pasando que a veces nada nos asombra de hace bastante tiempo y andamos como asintomáticos en la fe? ¿Qué nos anda pasando que solo nos asombra lo negativo? ¿Qué me tiene obsesionado que solo me asombran algunas cosas y no las cosas de Dios, las espirituales?
¿Qué podemos pedirle hoy a Jesús en esta fiesta tan linda en donde exaltamos el amor que brota desde la cruz? Fiesta de la Exaltación de la Cruz, sí. ¡Dios quiera que nos asombre su amor infinito, que nos asombren por lo menos estas palabras, las de hoy!: «Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna».
¿Sabés qué nos pasa muchas veces y me doy cuenta en mí también? Que el amor a veces no nos asombra. ¿Y sabés por qué no somos cristianos en serio, comprometidos, poniendo todo el corazón, estando dispuestos incluso a dar la vida por la fe? Porque en el fondo no nos terminamos de asombrar que Dios Padre nos ame tanto. ¿Sabés por qué siempre a veces terminamos cayendo en lo mismo, en los mismos pecados, en los mismos vicios, en las mismas debilidades que arrastramos? Porque no amamos lo suficiente a Dios que es nuestro Padre, ni a su Hijo; ni siquiera una pisca de lo que él nos ama. No nos damos cuenta. Estamos anestesiados. ¿Alguna vez te pasó que se te parta el alma al descubrir el amor que alguien te tenía y no supiste corresponderlo? Seguro que sí, me imagino que sí; si no, pénsalo y rézalo de alguna manera.
Pero no es para que nos amarguemos y nos digamos a nosotros mismos qué malos que somos, nos golpeemos el pecho de culpa, sino para que nos demos cuenta, de una vez por todas, de lo poco que amamos realmente, por nuestra insensibilidad del corazón, y que nos animemos a entregarnos más, a perdonar, a sanar, a sacarnos esas broncas, a poner una sonrisa donde a veces no podemos. Muchas veces, «no sabemos lo que hacemos», no sabemos de lo que nos perdemos, no sabemos todo lo que Dios nos ama. Y, por eso, nos quejamos tanto del dolor, de la injusticia, de la muerte; de que Dios no se haga cargo de tanta maldad de este mundo, de tanta injusticia, de tanta tristeza que anda dando vueltas en tantos corazones y así tantas cosas más.
Mientras tanto, la historia de la humanidad y la Palabra nos enseña que «sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna». ¡Qué maravilla! Dios nos amó tanto y ama tanto al mundo y a cada uno de nosotros. Nos ama tanto que no somos capaces de calcularlo. Nuestro corazón no da para tanto amor. El amor, en realidad, no se puede calcular. Somos nosotros los que, de alguna manera, tenemos que ir siendo conscientes de toda la entrega de Dios por nosotros, no calcularlo. Y, por eso, eso nos llevará a no calcular lo que damos, no estar midiendo el amor. Somos nosotros los que tenemos que darnos cuenta de que Jesús vino al mundo para que caigamos en la cuenta de todo el amor que Dios Padre nos tiene y nos tendrá. ¿No te asombra esto? ¿No te conmueve? ¿No te mueve el termómetro de tu corazón? ¿Te parece poco lo que hizo Jesús por vos y por mí viniendo al mundo siendo Dios, haciéndose uno de nosotros, viviendo como uno de nosotros, pero mucho más en la pobreza, en la sencillez, en el silencio, en el olvido; soportando desprecios, falta de amor, falta de fe y finalmente, aun viviendo todo esto, entregando su vida –y no de una manera cualquiera, sino en la cruz–, muriendo crucificado como el peor de los malhechores y de una manera injusta? ¿No nos damos cuenta de todo esto?
Pidamos hoy, en esta fiesta tan linda, tan maravillosa, poder dar un paso más en esta sensibilidad espiritual que necesitamos tener para ser cristianos en serio, para vivir este tiempo tan difícil y todos los tiempos que nos toquen vivir como lo que realmente somos, hijos del Padre, destinados en este mundo para vivir el Reino de Dios, entregándonos por amor a los demás, cueste lo cueste, piensen lo que piensen, nos reconozcan o no nos reconozcan.