Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz”. A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca.»
Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias de la gente. Su fama se extendió por toda la Siria, y le llevaban a todos los enfermos, afligidos por diversas enfermedades y sufrimientos: endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania.
Palabra del Señor
Comentario
El niño Jesús nació para manifestarse, para santificar todo lo que tocó con su vida, para santificar tu vida y la mía, para hacerla sagrada. Por eso se mostró a todos, por eso se dejó encontrar por los sabios de Oriente, para enseñarnos que su amor no es exclusividad de algunos. Pero al mismo tiempo, se nos manifestó para ayudarnos a cambiar, a transformar nuestros corazones, para poder pasar de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de la mediocridad a la entrega, y así podríamos seguir.
Podemos reflexionar desde Algo del Evangelio de hoy sobre la palabra cambiar, convertirse. Todo cambia a nuestro alrededor y en nuestro interior. Todo pasa, todo se muda, todo se transforma. ¿Quién puede negar eso? Por supuesto que hay muchas cosas que permanecen, que se mantienen en su esencia y nunca cambiarán, y está bien que así sea. Que todo cambie no quiere decir que todo da lo mismo, como muchas veces se quiere enseñar hoy para justificar cualquier cosa. Que todo cambie no significa «relativismo» –o sea que no hay verdad–, «cualquierismo» dicho en criollo, aunque a algunos les guste vivir así. Que todo cambie no implica que continuamente debemos estar a tiro de la moda. Sin embargo, no podemos negar esta realidad, que muchas veces nos pasa por encima, por decirlo de algún modo. De hecho, nosotros mismos vamos cambiando, vamos creciendo, desarrollándonos. Si miramos para atrás en nuestras vidas, podemos decir que somos los mismos, pero que al mismo tiempo no somos iguales. Fuimos cambiado, a veces para bien, en algunos aspectos, otras veces no tanto. Pero cambiamos, en nuestro modo de ser, en nuestros pensamientos y fundamentalmente también en nuestro cuerpo.
Y si en una época por ahí se vio, o incluso se puede seguir viendo hoy para algunos, como un valor el «no cambiar», el permanecer siempre igual, el hacer siempre lo mismo y de la misma manera, el ser estrictos y metódicos, el ser ordenados y estructurados, el no mostrarse débil; en definitiva, el «no cambiar», hoy podemos decir lo contrario. Se ve de modo más positivo, a veces exacerbadamente, es verdad. Parece ser que solo el que cambia y se adapta, puede subsistir en este mundo en el que todo cambia. Las personas que cambian parecen ser las más exitosas, las más reconocidas, se dice por ahí. Ahora… ¿Y nosotros los cristianos? ¿Qué tenemos que hacer? ¿Nos mantenemos o cambiamos? ¿Hacia dónde vamos? En la Iglesia siempre también hay tensiones, es lógico y sano que así sea. Sería de necios negarlo. Hubo siempre y habrá confusiones en estos temas. Desde el principio las hubo y las seguirá habiendo. Algunos pregonan los cambios por el solo hecho de cambiar y otros se amarran al pasado por miedo a cambiar pensando que todo «se vendrá abajo». ¿Qué hacemos entonces? La respuesta a todos estos temas, aunque a simple vista no parezca, está, como siempre, en mirarlo a Jesús. Siempre debemos mirar y escuchar a Jesús, porque cuando dejamos de hacerlo es cuando resolvemos mal estas tensiones, tiramos más de un lado que para el otro. Hay que ver y meditar lo que él hizo o dejó de hacer. Para eso cada día escuchamos y rezamos con la Palabra de Dios, para aprender de él el mejor camino, porque él es el Camino, la Verdad y la Vida.
¿Qué tiene que ver todo esto con la Palabra de Dios de hoy? Lo digo porque Jesús invitó al cambio, nos animó a cambiar diciendo «conviértanse», que significa también cambien de mentalidad. ¿Jesús qué hizo? Nunca dejó de ser lo que era, pero sin embargo cambió por nosotros y ayudó a cambiar a otros. Se hizo hombre sin dejar de ser Dios, y fue Dios sin dejar de ser hombre. Todo un cambio para él y para nosotros.
¿Cómo se resuelven las tensiones de esta vida, las tensiones de la fe, de la espiritualidad? Aprendiendo de Jesús, que cambió por amor y no por eso dejó de ser lo que era, como magistralmente lo decía san Pablo: «Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente.
Al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”».
Pidámosle a Jesús que, con sus cambios, que cambió a otros, nos ayude a cambiar a nosotros, descubriendo lo que realmente somos, pero animándonos a dar pasos de santidad, pasos de amor, de entrega. Dios es así, Jesús lo vivió así, aunque parezca contradictorio. Y nosotros… ¿qué queremos hacer? ¿Nos animamos a cambiar por amor?