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XXXII Viernes durante el año

Jesús dijo a sus discípulos:

«En los días del Hijo del hombre sucederá como en tiempo de Noé. La gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca y llegó el diluvio, que los hizo morir a todos.

Sucederá como en tiempos de Lot: se comía y se bebía, se compraba y se vendía, se plantaba y se construía. Pero el día en que Lot salió de Sodoma, cayó del cielo una lluvia de fuego y de azufre que los hizo morir a todos. Lo mismo sucederá el Día en que se manifieste el Hijo del hombre.

En ese Día, el que esté en la azotea y tenga sus cosas en la casa, no baje a buscarlas. Igualmente, el que esté en el campo, no vuelva atrás. Acuérdense de la mujer de Lot. El que trate de salvar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará.

Les aseguro que, en esa noche, de dos hombres que estén comiendo juntos, uno será llevado y el otro dejado; de dos mujeres que estén moliendo juntas, una será llevada y la otra dejada.»

Entonces le preguntaron: «¿Dónde sucederá esto, Señor?»

Jesús les respondió: «Donde esté el cadáver, se juntarán los buitres.»

Palabra del Señor

Comentario

Solo puede ser generoso, a tal punto de poder darlo todo, como la viuda pobre, aquel que no piensa tanto en el mañana, aquel que no está tan preocupado por lo que vendrá; pero no porque le da lo mismo, sino porque confía en Dios, que es Padre, confía en su providencia. La viuda pobre fue capaz de eso, porque sabía que su vida no dependía de esas dos moneditas finalmente, sino de otras cosas más importantes. Por el contrario, somos mezquinos, damos lo que nos sobra, cuando ponemos nuestra confianza en lo que tenemos, en lo que nosotros creemos que nos dará seguridad. Sin embargo, no sabemos ni el día ni la hora, lo único que sabemos es que no podremos llevarnos nada de este mundo; en definitiva, solo el corazón y los rostros que hemos ganado con nuestro amor, lo que pudimos sembrar en los otros. De la viuda pobre recordamos que dio todo, dando poco; en cambio, de los ricos solo recordaremos y recordamos que dieron lo que les sobraba. Debemos pedir el don de la generosidad heroica, la que nos lleve a no medir tanto, la que nos lleve incluso a quedarnos sin lo que creíamos necesario con tal de ayudar a otros. Podemos, hay que animarse.

Me sorprende, en estos días, Dios con situaciones que antes no pasaban, también por la situación de nuestro país, personas que me frenan en la calle para pedirme que les compre algo para comer. No piden plata, sino algo para comer. ¡Qué lindo que es poder ayudar a alguien que pide con sinceridad, con sencillez, de corazón! «Padre, me dijo una mujer, ¿me acompañas a comprarme un yogur y unos elementos de limpieza, porque estoy por tener un hijo y necesito estar limpia?». ¡Qué maravilla!, ¡qué lindo que es poder ayudar!, ¡qué lindo que es dejarse sorprender por la providencia divina cuando nos invita a entregarlo todo!

Hoy podemos preguntarnos: ¿Qué hubiese pasado si Jesús hubiera dicho el día y la hora de su segunda venida? ¿Qué pasaría si supiéramos el día y la hora de nuestra partida de este mundo, de nuestro encuentro final con Jesús? Debe tener su sentido el hecho de que Jesús no nos dijo el día y la hora, ¿no? Confío mucho más en la sabiduría de Dios que en nuestro curioso deseo de saber lo que vendrá y cuándo vendrá. El no saber el día ni la hora, el hecho de que Jesús se «haga esperar», lo que puede producir en nuestro corazón, por un lado, es desear más su venida, esperar con más deseos, con más amor, como un enamorado espera a su enamorada o una enamorada a su enamorado, o bien puede llevarnos a relajarnos pensando que tenemos la vida «comprada» y que, al final, no llegará jamás. Obviamente, Jesús quiere el primer camino, el de la prudencia, el de la inteligencia que sabe elegir siempre lo mejor, el camino del amor inteligente que no pierde el tiempo en sonseras y está siempre deseando el momento del abrazo final y eterno, porque para eso, en definitiva, estamos en la tierra. El amor profundo y verdadero a Jesús puede llevarnos a desear estar con él para siempre, no a morirnos por desprecio a la vida, sino a desear encontrarnos con él para la Vida eterna, como lo decía santa Teresa tan maravillosamente: «Muero porque no me muero». Y eso, a la mentalidad de este mundo que se cree «inmortal» y dueño de todo, le repugna un poco, pero los que tenemos fe y amamos a Jesús, sabemos o entendemos de lo que estamos hablando.

Son divertidas, de algún modo, esas películas de Hollywood, esas películas en donde siempre se viene el «fin del mundo» y todo el mundo –valga la redundancia– empieza a correr para todos lados, mientras los protagonistas siempre van esquivando maravillosamente la catástrofe. Me dan gracia esas imágenes que se ven. Mientras el mundo se viene abajo, empiezan a robar televisores, computadoras y cosas de los supermercados como olvidándose que todo se acabará, como queriendo ser necios hasta el final. ¡Qué ocurrencia la de los directores de esas películas! Pero hay algo de verdad en esas películas, somos capaces de eso. El hombre es capaz de eso y mucho más.

Somos capaces de mantenernos necios y adormecidos hasta el final de la vida, aferrándonos a las cosas que finalmente no nos llevaremos a ningún lado. El hombre es capaz de no darse cuenta de que lo único importante cuando todo se termine, cuando su vida se acabe, será esperar a Jesús, esperar el encuentro definitivo.

Algo del Evangelio de hoy nos puede ayudar para pensar en esto. Te hago esta propuesta, como para no hacerla tan larga, no entrar en tantos detalles apocalípticos del texto y centrarnos en lo principal. Imaginá qué harías si hoy llegara el momento del fin del mundo, o dicho de un modo más sencillo, más lindo, el momento de la llegada de Jesús, no ya humilde y escondido, sino glorioso y triunfante, a reinar definitivamente en el universo. ¿Qué harías? ¿Saldrías corriendo? ¿Para dónde? ¿Qué vas a buscar? ¿Qué buscarías que no querrías perder? Todo un desafío para reflexionar, si cuando venga Jesús vamos a escapar a buscar «cosas» y personas, o vamos a mirar al cielo de rodillas abriendo los brazos para dejarnos abrazar por Aquel que esperamos y amamos, sabiendo que nuestros seres queridos también serán abrazados por él si esperan lo mismo. ¡Qué distinto pensar ese momento así! ¿Para dónde vamos a correr? O incluso podríamos preguntarnos hoy: ¿Para dónde estamos corriendo hoy? Si querés salvar tus cosas y tu vida, te vas a perder de encontrarte con tu Salvador y, finalmente, te perderás de salvar la vida para siempre. Perder la vida en realidad sería dejarse abrazar y darla, no escaparle a la entrega. Esto que estoy diciendo, ¿te da miedo? ¿Le tenemos miedo a Jesús?