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XXXII Jueves durante el año

Los fariseos le preguntaron cuándo llegará el Reino de Dios. El les respondió: «El Reino de Dios no viene ostensiblemente, y no se podrá decir: “Está aquí” o “Está allí.” Porque el Reino de Dios está entre ustedes.»

Jesús dijo después a sus discípulos: «Vendrá el tiempo en que ustedes desearán ver uno solo de los días del Hijo del hombre y no lo verán. Les dirán: “Está aquí” o “Está allí”, pero no corran a buscarlo. Como el relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre cuando llegue su día.

Pero antes tendrá que sufrir mucho y será rechazado por esta generación.»

Palabra del Señor

Comentario

La generosidad no solo nos abre el corazón a los demás, sino que nos abre al corazón de Dios, que siempre es generoso y para dar no mide tanto quién se lo merece y quién no. En realidad, esas generosidades, la que es para los demás y la de Dios para con nosotros, van de la mano, porque no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no amamos a los que vemos día a día, si no nos compadecemos de la carencia ajena. Muchas veces no queremos dar porque prejuzgamos lo que los otros harán con nuestra limosna, con nuestra ayuda, justificando inconscientemente nuestra mezquindad. «Si le doy, no sé qué hará con ese dinero, mejor no darle», se escucha decir. Es verdad que debemos discernir muchas veces en qué momento dar, a quién darle, a qué institución, buscando que se use bien lo que damos, pero también es verdad que no podemos vivir «controlándolo» todo, no podemos seguir, por decirlo así, la cadena de nuestro dar, y que a veces debemos conformarnos con nuestro simple acto de dar, con amor, y dejarle lo demás a nuestro buen Dios.

Decía que la generosidad nos abre al corazón de Dios, porque cuando damos en serio y no de lo que nos sobra, inmediatamente vamos a experimentar que la providencia divina se hará presente de alguna manera en nosotros, en nuestro entorno. Cuando damos algo de nosotros, cuando nos quedamos sin algo de lo que creíamos necesario, para socorrer una necesidad ajena, somos nosotros los que actuamos de «providencia divina» para los demás, somos presencia del amor de Dios para los otros y, de alguna manera, nos aseguraremos que, nos pase lo mismo, pero al revés. «¿Cómo hacemos para sentirnos amados por Dios?», me preguntó alguien una vez. ¿Es una gracia? Sí, es una gracia que debemos pedir, pero es una gracia que debemos buscar y aceptar humanamente, a través de otros, por mediaciones humanas. Tanto para hacer sentir a los otros el ser amados como para sentirnos amados nosotros por Dios, no existe otro camino que el amor humano, la mediación de los demás. Por eso no es solo una gracia que debemos pedir que «caiga mágicamente del cielo» al corazón, sino que es algo que debemos buscar dentro de nosotros, amando también, y experimentarlo en los amores humanos que Dios nos presenta en cada situación cotidiana. La generosidad es una oportunidad para experimentar el amor de Dios, por eso la viuda del Evangelio del domingo fue generosa, seguramente porque se sabía amada por Dios, porque había experimentado el amor de Dios Padre a través de otros que habían sido generosos con ella. Nosotros podemos hacer lo mismo, para hacer que otros se sientan amados, para dejar que otros nos amen como Dios nos ama.

En Algo del Evangelio de hoy Jesús nos deja una enseñanza profunda que muchas veces dejamos de lado. El Reino de Dios ya está. No solo hay que esperarlo, no solo hay que saberlo esperar, sino que hay que saber mirar el hoy, el ahora. Solo podrá percibir su llegada cuando venga el final de los tiempos, aquel que supo encontrarlo ahora, entre nosotros; aquel que está atento siempre y empieza a darse cuenta de que el Reino de Dios no está allá o más allá, sino que está acá, ahora, entre nosotros. Por ejemplo, mientras hacemos el esfuerzo en este momento por escuchar la Palabra de Dios y ella penetra en nuestra alma y nos enciende, nos consuela, nos anima; ahora, mientras estás viajando y estás de algún modo rezando interiormente, buscando ver un mundo distinto, ayudar; mientras estás viendo alguien necesitado y tenés ganas de acercarte a socorrerlo, y lo hacés; mientras llevás a tus hijos al colegio o la escuela sabiendo que estás haciendo todo lo posible para que estén bien; mientras entrás a trabajar y tenés la oportunidad de arrancarle una sonrisa a alguien con tu amor, a pesar de tantos malos humores. Miles de manera de hacer presente el Reino de Dios, que en realidad está dentro nuestro y anda empujando para salir y hacerse presente. Porque, en definitiva, el Reinado de Dios está cuando hay un Rey y alguien que se deja llamar, que escucha y ama.

Dios reina cuando alguien lo deja reinar, y ese alguien tenemos que ser vos y yo en este momento, no esperar que aparezca de golpe, como por arte de magia. Todo un desafío, toda una oportunidad.

Dice Jesús que «el Reino no vendrá ostensiblemente», no vendrá espectacularmente, no vendrá a lo grande, como le gusta al mundo. No esperemos la llegada del Reino como en las películas, no lo esperemos con fuegos artificiales. Esa aclaración de Jesús vale tanto para la venida definitiva de su Reinado (lo que a veces se llama también con miedo el fin del mundo, pero que para nosotros será el inicio de la Vida con mayúscula) como para la experiencia de Reino que tenemos cada día, que podemos tener. El que busca encontrar a Dios y su Reinado en lo ostensible, mejor que se dedique a otra cosa porque le va a ir muy mal, se frustrará muy rápido. Así como Jesús pasó casi desapercibido en este mundo e incluso cuando resucitó solo se dejó ver por algunos, de la misma manera Jesús hoy está, pero cuesta verlo si pretendemos verlo a nuestro modo. Está siempre, pero no ostensiblemente. Está en la Eucaristía, en cada sagrario y en cada misa, está en cada uno de nosotros y especialmente en los más apartados y en los más pobres. Está, pero no corramos a buscarlo al modo de este mundo, mejor frenemos y aprendamos a encontrarlo en nuestro corazón y en los que nos rodean.