El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: “¿Porqué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”. Y las mujeres recordaron sus palabras.
Palabra del Señor
Comentario
No se pueden ocultar las tristezas de la vida; es bueno reconocerlas y –como se dice– ponerles nombre, identificarlas, saber de dónde vienen y a hacia dónde nos llevan también. No hay peor tristeza que la anónima, esa que no se identifica –eso la verdad que nos hace muy mal–, porque en el fondo estamos tristes pero, además, seguimos tristes por no saber de dónde proviene y, por lo tanto, no poder sanarla. Todos tenemos una especie de «instinto» de supervivencia, esa necesidad de «estar siempre bien» –cosa que es natural–, pero que muchas veces no nos hace bien, porque justamente no nos permitimos la posibilidad de a veces pasar por un mal, por situaciones que lógicamente nos hacen mal, como –por ejemplo– la pérdida de un ser querido.
¿Hoy estás triste? ¿Estás pasando por alguna tristeza profunda en tu alma ya que alguna persona que amabas no está más con vos? Está bien. Aunque parezca duro lo que te voy a decir, está bien que así sea. Es bueno y necesario sufrir por el que se ama. Quiere decir que amamos y tenemos vida en el alma. Son momentos inevitables, que tenemos que pasarlos, aunque no nos guste.
Hoy celebramos lo que en la Iglesia llamamos «la conmemoración de todos los fieles difuntos». Si ayer nos alegrábamos por los millones de santos que están en el cielo junto a Dios Padre, hoy nos unimos a los que están en vías de llegar, en camino al cielo, en ese estado del alma que tradicionalmente llamamos «purgatorio». Esa instancia que tendremos que pasar o no según como hayamos vivido para poder ser purificados, para poder tener el corazón puro; santificados por el Padre y así llegar a su presencia. «Felices los puros de corazón porque ellos verán a Dios», nos decía Jesús en el Evangelio de ayer.
No está bien llamarle día de los muertos. Creo que es mejor llamarle conmemoración de todos los fieles difuntos, día de todos los fieles difuntos, que están en el purgatorio.
Lo primero que te propongo es que pensemos, desde Algo del Evangelio de hoy, en el sentido de este día, porque nosotros creemos en lo que rezamos y celebramos; o sea, cuando en la liturgia rezamos –en este caso también con una devoción que es muy popular–, cuando lo expresamos con fe, significa que creemos en eso. No rezamos por rezar, no rezamos así nomás. No podemos rezar y celebrar algo de lo que en el fondo no creemos. Sería muy ridículo. Y lo mismo al revés, celebramos, rezamos lo que creemos. Ahora… podemos preguntarnos: ¿En qué creemos o qué quiere decir que rezamos por los fieles difuntos? Como me gusta decirte siempre, debemos evitar los extremos. Si en una época por ahí hemos caído en el dramatismo ante la muerte y en acrecentar el sufrimiento del purgatorio y del infierno, alertar de no caer en el otro extremo tan común hoy en día, en el que parece que todos los que mueren son inmediatamente «canonizados». Es común hoy ir a un velorio o entierro y escuchar a los sacerdotes, como yo, casi con naturalidad decir que el difunto «ya está en el cielo», «ya está en la casa del Padre». Sí, lo dicen con mucho amor y con muy buena intención, pero entonces ¿de qué serviría este día si morimos e inmediatamente todos vamos al cielo? Si es así, entonces ¿para qué rezamos todos los días por los difuntos en cada Misa? ¿Para qué rezamos hoy en todo el mundo?, ¿qué sentido tiene? Es para pensarlo. La Iglesia –como familia, como madre, como maestra– siempre enseñó y enseña que, de alguna manera, si no hemos vivido plenamente esta búsqueda de santidad, si no hemos amado como el Señor nos enseñó, si no hemos vivido las bienaventuranzas en la tierra, de algún modo tendremos que ser purificarnos para poder ver a Dios; y no porque Dios Padre sea «malo» o porque nos «castiga», sino porque para ver algo tan grande necesitamos tener un corazón bien grande, y para tener un corazón bien grande, tenemos que prepararnos, dejar que ese Alguien nos lo agrande si lo tuvimos un poco chico.
Eso es lo que creemos en la Iglesia cuando hablamos del purgatorio, que en definitiva no es un «lugar» físico, sino que es un estado del alma, una instancia necesaria para poder ver a Dios y alcanzar la santidad.
Por eso, centrémonos en este día en la alegría, en la oportunidad que Dios nos da para poder verlo algún día. No en un lugar de «castigo» o de «tormento», a secas, sino en esa oportunidad que el mismo Dios nos dará a todos para poder llegar a estar cara a cara con él. Bueno, muchísimas almas también están en este estado y por ahí algún familiar nuestro por el cual tenemos que rezar hoy especialmente, porque solo nosotros y los que están en el cielo pueden interceder por los que están en el purgatorio. La Iglesia hoy nos invita a ofrecer algo de nosotros: la celebración de la Misa, la confesión, recibir la Eucaristía, para poder ayudar a que un alma llegue al cielo.
Y creo que hay Algo del Evangelio de hoy que también nos puede ayudar a pensar distinto. Dice que estos hombres les preguntaban a las mujeres: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?». ¡Jesús está vivo! La resurrección de Cristo es lo que le da sentido a nuestra vida y a nuestra fe. Nuestros seres queridos difuntos también están vivos. Sí, de otra manera, pero están vivos. Todavía sin su cuerpo, esperando la resurrección final, pero vivos.
Muchas veces hoy –incluso entre católicos– vivimos la muerte con demasiado dramatismo, con poca fe. Es cierto que el dolor de alguien ante la pérdida de un ser querido es sagrado –y hay que respetarlo siempre –, pero también es cierto que el mensaje cristiano tiene su fundamento en una verdad de vida, de esperanza cierta, de confianza total en que Jesús ha vencido a la muerte y nos abrió las puertas de la eternidad para que algún día podamos disfrutarla todos.
Hoy recemos por nuestros fieles difuntos, por nuestros seres queridos, pero con una sonrisa, sabiendo que están vivos. Dejemos que la tristeza se vaya yendo para que lentamente se transforme en el gozo que solo el Espíritu Santo puede darnos.