Jesús se puso en camino. Un hombre corrió hacia Él y, arrodillándose, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?»
Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre».
El hombre le respondió: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud».
Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme».
Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!»
Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: «Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios».
Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?»
Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Él todo es posible».
Pedro le dijo: «Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido».
Jesús respondió: «Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna».
Palabra del Señor
Comentario
Buen día, buen domingo. Creo que no hay mejor manera de empezar este día que este gran Evangelio, escuchando esta escena en la que se nos pueden plantear tantas cosas, tantas sensaciones y reacciones diferentes. La Palabra de Dios nunca deja de maravillarnos, nunca debería dejar de maravillarnos, porque cada escena del Evangelio es una fuente inagotable, un alimento perpetuo para todos nosotros y por eso, más allá de lo que dice la Palabra en sí, podemos encontrar miles y miles de recepciones, según el corazón de cada uno de nosotros. La Palabra es una, los corazones millares y las respuestas muy variadas. Vos intentá hoy dar tu propia respuesta, según lo que escuchas y meditas.
En Algo del Evangelio de hoy, un hombre, no sabemos quién, no sabemos su nombre, podemos ser vos y yo, fue corriendo hacia Jesús, se arrodilló frente a Él y le hizo una gran pregunta. Hasta ese momento algo bastante lindo, algo conmovedor, como tantas veces a lo largo del Evangelio, personas arrodilladas frente a Jesús, para implorarle que los toque, que los sane, que los cure, que los perdone. Hasta ahí todo muy lindo, sin embargo, este hombre le hace una pregunta bastante común diríamos, aunque no deja de ser importante. ¿Qué debo hacer? En definitiva, le preguntó: ¿Qué tengo que hacer para llegar al cielo, para ganarme la Vida eterna? ¿Qué cosas tengo que hacer para «ganarme» la Vida eterna, una vida futura después de la muerte, mejor y más plena? Su necesidad pasó por él mismo, y no por algo que necesitó de Jesús, ese es el primer gran detalle. Parece ser un hombre en que no se percibe un interés por la persona de Jesús. Aparentemente muy bueno, incluso cumplía –vemos después– desde su juventud con todos los mandamientos, por lo cual se supone que amaba a Dios y al prójimo; un hombre con buenas intenciones, como tantos de nosotros, pero que al final del relato termina yéndose triste, no pudo, no fue capaz, no se animó a más. Tuvo la posibilidad de todo y se volvió con lo mismo que había llegado, con él mismo, sus ideas y sentimientos. ¡Qué triste!, ¿no? Pocas veces en el Evangelio se ve un encuentro de un hombre con Jesús y que termina en tristeza, ¡qué extraño!
Así anduvo Jesús en este mundo, así anda también ahora. Invitando a los hombres a que se animen a dejar de pensar en lo que tienen que hacer, a que se animen a salir de sus propias ideas y esquemas, para vivir una relación de amor, real y profunda, verdadera, con su corazón, con la persona misma de Jesús, que es Dios hecho hombre. Así anda Jesús, deseando que más que buscar lo que tenemos que hacer, anhelemos lo que podemos recibir de Él, para poder entrar en el Reino desde ahora, para sentirnos amados y capaces de amar sin andar negociando con nuestro Padre del cielo. El Reino de Dios es un don que se recibe de lo alto, no un premio para los bondadosos, cumplidores y perfectitos vistos desde afuera. Pero hay un gran detalle más… solo puede recibirlo aquel que se da cuenta que justamente eso es un don, no algo que se gana por mérito propio, y que solo siguiéndolo a Jesús uno puede encontrarlo. Todo lo demás, todo lo que podamos pensar o nos enseñaron sin mala intención, es un «negocio de la fe», es mercantilismo del amor, porque finalmente hago algo para recibir, cumplo para quedar bien, cumplo para alcanzar otra cosa, para calmar mi conciencia. En la vida de la gracia, no hay meritocracia. Eso es para otro tema.
Hoy ese hombre somos nosotros y no queremos volvernos tristes a nuestras casas con lo que trajimos, sino queremos volvernos con más, con un Jesús que es el verdadero tesoro. Si hoy vas a misa, no solo pregúntale a Jesús qué debes hacer, qué tenemos que hacer, sino pregúntale cómo podés recibir algo más de Él, cómo podés abrirte a la novedad.
Mejor dejemos que Él nos mire con amor para darnos cuenta que el amor no tiene límite, que es posible dejar todo por Él. Esa es la verdadera actitud de un cristiano, dejarse mirar por Jesús.
Todo lo demás «vendrá por añadidura», lo que tengamos que hacer lo iremos descubriendo paso a paso, en la medida que lo sigamos con todo el corazón.
Cuando realmente experimentamos la mirada de Jesús, una mirada de amor y no de reclamo, no nos quedará otra linda salida que devolverle la mirada para empezar a seguirlo por este camino de la vida, como Él lo hizo, «poniéndose en camino», obedeciendo a su Padre.
¡Que distinto ser cristiano así! Sí, es verdad… es muy difícil, pero hay que pedirlo como gracia, como don, salir del esquema clásico de cumplimiento. «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Él todo es posible».