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XXVI Domingo durante el año

Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros».

Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.

Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo.

Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar.

Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos al infierno, al fuego inextinguible. Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies al infierno.

Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».

Palabra del Señor

Comentario

El domingo pasado a los discípulos –y a nosotros también– les costaba mucho comprender que para ser el primero hay que hacerse el servidor de todos, hay que hacerse pequeño, digamos. Por eso Jesús tomaba a un niño y nos enseñaba esta verdad. Hoy el discípulo Juan nos representa también a todos los que pensamos que a Jesús podemos «guardarlo», por decir así, guardarlo con exclusividad como si fuera únicamente para nosotros. Juan nos representa a todos, porque muchos de nosotros a veces vivimos esta dificultad, nos cuesta comprender esto que hoy nos enseña Jesús; todos podemos caer en esta necesidad de exclusividad, dice Juan: «Tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros».

Ese gran peligro de convertir nuestra fe, nuestra relación con él, podríamos decir también nuestra religión, la Iglesia, en un «club de fútbol», en un grupito cerrado, una especie de empresa en donde los que estamos «dentro» tenemos como un lugar de privilegio, estamos felices de que estamos cerca; y para que entren otros, tienen que cumplir una serie de requisitos o tienen que pasar por el filtro de nuestros caprichos. ¿Cuántas veces damos esa sensación hacia afuera desde la Iglesia?

Es cansador de escuchar y ver muchas actitudes que tenemos dentro de la Iglesia cuando se acerca alguien que aparentemente no está cerca, porque no lo vemos, y a veces lo primero que le preguntamos o le preguntan algunos es: ¿Pero usted está casado por la Iglesia?, ¿usted tiene los sacramentos?, ¿usted hizo esto, hizo lo otro? Como si los sacramentos fueran un plan de vacunación que hay que cumplir para poder ingresar, o sea, tienen que traer este papel, estos requisitos, y ponemos una serie de normas, que no tienen que ser en realidad lo primero. No podemos poner primero requisitos a alguien que se acerca por primera vez o desde hace mucho tiempo a la Iglesia. Para conocer a Jesús, en principio, no hay requisitos, él no puso ninguno. Después, por supuesto, el conocerlo a él nos lleva al cambio, a la conversión, pero eso es otro cantar.

Por eso, desde Algo del Evangelio de hoy, podemos pensar que esta actitud nos puede pasar en dos niveles distintos, uno hacia adentro de la Iglesia y otro hacia afuera. Dentro de la Iglesia, podemos caer en esta actitud celosa y exclusivista cuando con una gran soberbia –encubierta por supuesto– consideramos que el bien solo existe en nuestro grupito, en nuestro grupo de oración, en nuestra parroquia, en nuestro movimiento o en donde sea, cuando pensamos que solo es bueno donde estamos nosotros; parece que afuera de nosotros nadie hace nada bueno, y si algún sacerdote, grupo o movimiento está haciendo algo buenísimo o vistoso, es como para sospechar y para celar. ¡Qué raro, qué extraño que estén haciendo cosas buenas los demás!, si nosotros somos los mejores. Nos ponemos celosos del bien ajeno, incapaces de alegrarnos con la bondad de los otros, y eso es lo que tristemente hacemos a veces, nos ponemos celosos y exclusivistas. Y esto se manifiesta con las críticas a las iniciativas ajenas que no son las que nosotros queremos; o bien, con el silencio o incapacidad de reconocer o felicitar a los otros por algo bueno y distinto a lo nuestro, a lo que hacemos en nuestra comunidad. ¡Qué difícil es felicitar a los otros! ¡Cuánto hay de esto en nuestras comunidades! ¡Cuánta incapacidad para trabajar en unidad reconociendo que cada uno puede hacer el bien a su manera!, si trabajan en nombre de Jesús, y «el que no está contra nosotros está con nosotros». Por eso no impidamos el bien ajeno. Alegrémonos con los que hacen el bien, con lo que hacen los demás para transmitir la fe.

El camino es uno: JESÚS, pero los modos de llegar a él son diversos, son múltiples. Eso es lo que hace linda a la Iglesia. Y esta manera de pensar y sentir –eso que le pasó a Juan– también nos puede pasar hacia afuera de la Iglesia, tanto individualmente como a nivel de una comunidad.

Esto nos pasa cuando caemos en el gran error de pensar que solo en la Iglesia puede obrar el Espíritu Santo; y nos olvidamos que Dios Padre envía su Espíritu más allá de las cuatro paredes de la Iglesia, más allá de nuestros corazones. Gracias a Dios, el Espíritu, ese Espíritu, el obrar de Dios y el modo como llega a las personas es inconmensurable y misterioso.

No podemos caer en la cerrazón de pensar que solo en nuestra Iglesia estamos capacitados para hacer el bien y recibir inspiraciones de Dios. Podemos pensar en esta gran distinción que hacía san Agustín sobre los que pertenecen al cuerpo de Dios, pero no al alma, y los que pertenecen al alma sin pertenecer al cuerpo. Hay muchas personas que, aunque no pertenecen a la Iglesia del cuerpo, pueden tener y están movidos por el alma de la Iglesia, que es el Espíritu Santo; y al contrario, muchos que están en el cuerpo y son de la Iglesia no viven con el alma de la Iglesia. Por eso no vemos el Espíritu Santo en nuestros criterios, en un nuestra pobre mirada de la realidad. Jesús hoy es muy claro: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí».

No impidamos que otros hagan el bien en su Nombre, incluso aprendamos de tanta gente que hace el bien en el Nombre de Dios y puede hacerlo incluso mejor que los que estamos cerca, que los que estamos en el cuerpo.