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XXV Domingo durante el año

Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.

Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.

Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos».

Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado».

Palabra del Señor

Comentario

¿De qué hablamos en el camino de nuestra vida nosotros que también somos discípulos de Jesús? ¿Qué vamos hablando mientras caminamos detrás de él, mientras decimos que tenemos fe? ¿Vamos discutiendo, como los discípulos del relato de hoy?

En esta escena que acabamos de escuchar, Jesús se da cuenta que sus discípulos están discutiendo, sabe perfectamente que mientras él iba anunciando lo que le iba a pasar con toda claridad –su entrega en la cruz y su resurrección–; los discípulos –sus amigos– y nosotros también en la Iglesia no terminamos de comprender y discutimos por cosas que no tienen sentido. Y, además, lo peor de todo es que no queremos preguntar –por las dudas–, a veces es mejor no preguntar para no salir de la ignorancia, a veces preferimos no saber las cosas para «seguir en la nuestra», seguir en nuestras cosas. «Por las dudas, no preguntes», decimos; el saber nos compromete, el saber nos pone frente a la realidad, nos obliga a entregarnos. Entonces nos puede pasar que preferimos no preguntar mucho, por eso es una actitud que nos demuestra que seguir en la nuestra es el camino más fácil.

Y hoy aparece, en Algo del Evangelio, este gran contraste entre los discípulos de Jesús que están en la suya –peleando y discutiendo por quién es el más grande– mientras caminan; y, por otro lado, el Maestro hablando de lo que iba a padecer y de su resurrección; en realidad, les estaba contando todo, no solo lo peor.

¿No será que nosotros a veces estamos en la misma? ¿En la Iglesia, en nuestras familias, en nuestras comunidades? Nuestras vidas pueden terminar siendo a veces una eterna discusión: discutimos en nuestras casas, podemos discutir en nuestras familias, con tu marido, con tu mujer, con tus hijos, con nuestros hermanos, con nuestros padres, con nuestros compañeros, amigos, en la calle, en el trabajo… El mundo anda discutiendo. Discutimos muchas veces y por ahí preferimos a veces no discutir, nos callamos; pero en el fondo discutimos por dentro, en silencio, no hace falta enojarse y gritar para ser un gran discutidor. Hay personas que no discuten directamente con los demás, pero igualmente se quedan con la suya, discuten en su interior, discuten incluso hasta con su Padre Dios.

En el fondo, todos nosotros discutimos porque queremos obtener algo de poder, poder lograr algo y eso nos da cierta «seguridad», queremos tener una influencia sobre los otros, consciente o inconscientemente, sobre las cosas; queremos poder lograr algo en el corazón ajeno; queremos poder convencer a los demás y que así opinen muchas veces como nosotros; queremos poder cambiar lo que vemos, si está mal; queremos poder lograr nuestros objetivos; queremos poder descargar la bronca y la impotencia de ver tantas cosas que no funcionan en nuestro entorno, en nuestro trabajo, en la familia, en nuestro bendito país; queremos bajarle el poder y el copete –como se dice– a los que se creen más que nosotros y que, en definitiva, se adueñaron de tantas cosas. Vivimos, finalmente, queriendo poder hacer algo y lograr cosas, y eso en sí mismo no es algo malo. No te asustes con lo que estoy diciendo.

Ahora, la pregunta que nos puede surgir es: ¿Jesús está en contra de nuestros deseos de poder hacer cosas grandes, de poder lograr nuestros proyectos? ¡No! Jesús no rechaza en sus discípulos el deseo de ser grandes; por eso les dice: «El que quiera ser el primero …», eso quiere decir que es legítimo querer ser de algún modo «primero», querer destacarnos por el bien; lo que pasa es que muchas veces erramos el camino. Por eso queremos que hoy resuenen estas palabras de Jesús en nuestros corazones, en muchos de nosotros, especialmente en los cristianos que nos decimos seguidores de Jesús, en los sacerdotes, en los obispos, pero también en tantos laicos, padres de familia, profesores, en los jefes de empresas, en los líderes de grupo y –¿por qué no?– en tantos políticos que guían nuestras naciones y les encanta el poder; o sea que todos los que tienen un lugar importante en la sociedad escuchen estas palabras.

¿Cuáles son las palabras de Jesús que deseamos que resuenen, que te propongo que resuenen? «Para ser el primero hay que hacerse el último de todos y el servidor de todos».

Lo que nos da poder no es someter, no es manipular, no es que se nos tiren a los pies por lo bueno que somos, que nos obedezcan sin pensar, sin discernir, que nos palmeen la espalda por lo grande que hicimos, que nos aplaudan al terminar, que nos agradezcan antes de irnos a dormir, que nos consulten todo, que nos consideren los mejores; ¡no!, lo que nos da poder sobre los demás, o sea, lo que atrae a los demás –porque en definitiva eso es el poder, atraer con amor, es lograr una atracción sobre el corazón ajeno–, es servir, es el amor que damos, es la entrega, es que el otro se sienta querido, que el otro reconozca un amor más grande. Ese es el camino que eligió nuestro buen Dios: hacerse hombre para servir. Dios no es orgulloso, a Dios no le molestó «parecer menos» ante los ojos de los hombre, al contrario, renunció a su posibilidad de someter al hombre con un poder al estilo mundano y eligió el poder Divino; ese que vos y yo no podemos comprender todavía porque a veces vivimos discutiendo por pequeños espacios de poder, por reconocimientos pasajeros; el poder divino que brota de un amor incondicional y eterno es el que, finalmente, no se acabará jamás.

Y así fue que Dios Padre atrajo y atrae a miles de hombres que responden a esta manera de amar. Eso es ser cristiano: dejarse atraer primero por el poder que Dios nos manifiesta a través de su amor, que nos enseña que vino a servir y no a ser servido. Qué lindo poder, ese es un poder duradero, un poder que da libertad, que no esclaviza, que no somete, y que deja hacer a los demás lo que los demás tienen que ser.

Que hoy podamos, en este domingo, todos comprender un poco más estas palabras de Jesús y que vivamos un día en el que podamos servir verdaderamente, no queriendo someter a nadie.

Aprovechemos este día para no sentarnos a la mesa y esperar a que nos sirvan, aprovechemos hoy para mirar a los otros y descubrir lo que necesitan, para hablar con el que no hablás hace tiempo, aprovechemos para pensar en los demás, aprovechemos para no esperar que se nos tiren a los pies para servirnos; sino para atraer a los demás con el verdadero poder que viene de Dios, que es el amor y el servicio.