Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!»
Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» «¡Di, Maestro!», respondió él.
«Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos amará más?»
Simón contestó: «Pienso que aquel a quien perdonó más.»
Jesús le dijo: «Has juzgado bien.» Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor.»
Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados.»
Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
Palabra del Señor
Comentario
Pensar o mirar la realidad de un modo distinto a como la piensa y la mira Dios, en el fondo nos hace sufrir más, porque, en principio, nos impide aceptarla con amor, con gratitud. Cuando digo realidad, me refiero a todo, a nosotros mismos, a los demás, a la mirada sobre el mundo y al mismísimo Dios. Nuestra capacidad de razonar está herida por el pecado también, no nos olvidemos. Si pensáramos como Dios, obraríamos finalmente como él. Si miráramos como él mira, estaríamos más seremos, como lo está Dios. Nuestros mayores sufrimientos radican en no poder mirar, contemplar, pensar y amar la realidad como lo hace nuestro Padre Dios, nuestro buen Jesús, como la siente el Espíritu Santo que lo penetra todo. Si nos oponemos a la realidad con violencia, finalmente la realidad se nos impondrá tarde o temprano, haciéndonos sufrir más de la cuenta; en cambio, si la aceptamos, y aceptamos especialmente aquello que nos hace sufrir más o supera nuestras fuerzas, y bajamos un poco la guardia –como se dice– contra aquello que no podemos modificar, o también intentamos cambiar lo que está a nuestro alcance con serenidad, en definitiva viviremos con más paz, sufriremos menos o, por lo menos, aprenderemos a sufrir al ritmo de Dios, por decirlo de alguna manera.
Algo del Evangelio de hoy es un claro ejemplo de esto que estoy tratando de explicar.
Por un lado, un fariseo que no acepta la realidad, en contraste con una mujer que la acepta y se entrega a esa realidad. El fariseo, el que invitó a Jesús, el anfitrión, es el que se cree dueño de todo, dueño de la situación –pero en realidad todo le pasa por encima– y termina quedando expuesto ante todos como el peor anfitrión: sin amor, sin compasión, sin entrañas, sin paz en su corazón.
Por otro lado, la mujer pecadora, como la señalaban todos –pero un ejemplo de mujer finalmente–, está llena de amor, llena de detalles, es un derroche de amor para con Jesús. ¡Qué importan al final sus pecados, si fue la que más amó! ¿Pensamos en eso alguna vez? Ella se fue en paz, su fe la salvó, aceptó su condición, sus errores, sus pecados; y aun habiéndose expuesto a ser burlada, criticada, despreciada, se fue en paz. Y a el otro, ¿qué le habrá pasado? ¡Qué ejemplo de mujer, qué ejemplo! ¡Cuánto nos ayuda esta actitud! Jesús le permitió llorar a sus pies. No le dijo que no llore, prefirió que llore y abra todo su corazón, a sus pies. ¡Qué maravilla! No sabemos su nombre, sabemos que era pecadora –como nosotros–, pero en realidad sabemos lo mejor, que fue la que más amó y eso es lo que importa. Jesús no frena el llanto, ¡qué interesante! Nosotros a veces, cuando alguien nos llora al hombro, cuando alguien está desconsolado, nos sale esa frase tan automática, instantánea: «No llores». Sin embargo, tenemos que dejar que los demás lloren para que desahoguen su corazón.
La actitud del fariseo y, por otro lado, la actitud de esta mujer –la que más amó–, creo que son como los dos modos de pararse frente a la vida y frente a Jesús, dos modos de ver la realidad. Es lindo pensar que nuestra vida es un ir de a poco, dándonos cuenta que fuimos perdonados, que somos perdonados siempre; tenemos mucho para dar y mucho para amar. Lo que pasa es que a veces banalizamos y minimizamos tanto el pecado –y la palabra «pecado»– que nos quedamos en los pecaditos que cometemos diariamente, confesando siempre lo mismo –si nos confesamos–, mirándonos a nosotros como unos tremendos narcisistas por más que tengamos mucho o menos pecados; o bien, lo minimizamos tanto porque nos cansó tanto escuchar esa palabra que parece que ya nada es pecado. Y como nada es pecado, no hay perdón; y como no hay perdón, no hay descubrimiento de tanto amor de Jesús por nosotros, que se manifiesta siempre en el perdón.
Sin perdón, en definitiva no descubrimos el amor verdadero y profundo de Jesús. Él nos ayuda hoy y siempre a salir de estos caminos sin salida, y nos quiere llevar a algo mucho más profundo.
Todos fuimos perdonados, pecando mucho o poco, no importa; todos fuimos perdonados, tarde o temprano tenemos que caer en la cuenta de esto. Esto nos puede llevar toda una vida, pero tarde o temprano caeremos a los pies de Jesús para demostrarle tanto amor por todo lo que nos dio, siendo conscientes o no, finalmente.
Nuestra vida de fe debe ser un ir descubriendo tango amor, un ir dejándonos encontrar, un tomar conciencia con el corazón de esta verdad tan verdadera, valga la redundancia; por eso hoy, antes de hacer muchas cosas, pensemos en esta verdad. Si no comprendemos esto, estaremos finalmente parados en la vida como el fariseo: mirando a todos, juzgándolo todo, incluso al mismo Dios –que, en el fondo, quiere perdonar a todos–, no estaremos pensando como Jesús. Si creemos que se nos perdonó poco, seguro que andamos por la vida con aires de suficiencia, pensando en los grandes pecadores que andan sueltos por ahí… ¿Crees que eso nos da la paz que viene de Jesús? ¿Creemos que la vida cristiana es un caminar inmaculado por ahí, recolectando méritos para ser mejor que los demás?
Te propongo hoy y me propongo –como esa gran mujer– arrojarnos a los pies de Jesús, en el Sagrario, en la intimidad de nuestro corazón, en donde sea, frente a alguien que lo necesita, para mostrarle todo el amor que podamos, reconociendo nuestra realidad, la de ser perdonados.