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XXIV Domingo durante el año

Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy Yo?»

Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas».

«Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?»

Pedro respondió: «Tú eres el Mesías» Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad.

Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará».

Palabra del Señor

Comentario

Podemos hacer el esfuerzo de imaginar este momento, esta escena de Algo del Evangelio de hoy que acabamos de escuchar: Jesús con sus discípulos en el camino, en medio de las montañas, mientras caminaban y después de haber hecho muchos milagros, muchas curaciones; Jesús se da vuelta y les pregunta: «¿Quién dice la gente que soy Yo?». ¿Qué dice la gente de mí? ¿Quién creen que soy? Conclusión: nadie sabe bien quién es Jesús y por eso, finalmente, Jesús les dice a sus discípulos: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?». Pedro responde casi perfectamente –digamos que aprueba el examen–, y le dice: «Sos el Mesías», el Hijo del Dios vivo.

Pero después Jesús extrañamente no quiere que sepan quién era o, mejor dicho, que digan que era el Mesías. Increíblemente les explica que va a tener que sufrir, ser condenado a muerte y, finalmente, resucitar.

Y después de esto aparece Pedro otra vez, pero esta vez desaprobando el examen o tirando por la borda todo lo bueno que había dicho, y dice la Palabra que lo llevó aparte para «reprenderlo»; sí, escuchaste bien, Pedro llevó aparte a Jesús para retarlo, para reprenderlo. ¡Qué contraste tan grande!, ¿no? Pedro sabe que Jesús es el Mesías, pero le quiere dar lecciones de cómo tiene que ser Mesías.

Podríamos imaginar algo así. ¿Qué le habrá dicho? ¿Qué le habrá dicho Pedro a Jesús? «Vos no vas a sufrir, vos no podés sufrir y morir. Un Mesías como el que yo quiero no puede vivir eso. Vos sos mi amigo, sos un Mesías, un Salvador, que tiene que librar y evitar todos los sufrimientos. Ese es el Mesías que quiere la gente».

Pedro, como siempre, de algún modo, somos todos, vos y yo; sus pensamientos –dice Jesús– no son los de Dios, sino los de los hombres. Nuestros pensamientos muchas veces no son los de Dios.

Podríamos decir nosotros: los pensamientos de Pedro no solo son de él, sino también son nuestros pensamientos. Nadie absolutamente nadie en este mundo quiere sufrir o elige directamente sufrir. Todos queremos escaparle al sufrimiento, nos molesta. En el fondo, Pedro quiere librarse del sufrimiento; porque si Jesús pasaba por eso, él también tendría que pasar por eso.

Queremos, en el fondo, todos un Jesús sin cruz; porque nosotros –nadie, ningún ser humano– quiere la cruz directamente. No siempre queremos renunciar a nosotros mismos, ni cargar la cruz. Es imposible no pensar en esto. El sufrimiento finalmente está, queramos o no. Sufrimos, nos duele el cuerpo o el corazón por miles de cosas que sería muy largo de nombrarlas…

¿Y qué hacemos generalmente con el sufrimiento? En general, creo que tomamos dos caminos para simplificar. Por un lado, a veces lo escondemos, no queremos mostrarnos sufriendo, no queda bien sufrir; tapamos el sufrimiento, mejor que nadie lo sepa, queremos evitar que otros sufran con nuestro sufrimiento, por eso muchas veces es por amor; queremos evitar que los otros nos vean sufrir, para no hacer sufrir a los otros porque los queremos, incluso por ahí nos parece de «poco hombres» o «pocas mujeres» andar mostrando que sufrimos, escondemos lo que es obvio, escondemos el sufrimiento.

Y, por otro lado, nos pasa lo de Pedro: nos enojamos y reprendemos a Dios, a la vida, a los demás. ¿Cómo es posible que suframos así? ¿Cómo un Dios bueno va a querer un mundo así? ¿Cómo Dios permitió esto en mi vida, en la de mi familia, en la de mis amigos? ¿Cómo permitió este sufrimiento?

¡Pobre Dios! Él intentando aliviarnos el sufrimiento que Él no creó, y nosotros enojándonos con Él y a veces con los demás. Nosotros queremos enseñarle a Dios cómo tiene que salvarnos, ¡qué locura! Pero qué humano que es este pensamiento, qué natural, a todos nos pasa.

Hoy te propongo que nos quitemos nuestros pensamientos, olvidémonos de esos pensamientos tan de nosotros, pensemos como piensa el Padre, que nos va a ir mucho mejor, nos va mucho mejor cuando pensamos como Dios nos enseña.

Las dos posiciones que tomamos ante el sufrimiento son en realidad ilógicas, son como callejones sin salida, son en el fondo irracionales.

Si escondemos el sufrimiento y no lo compartimos, tapamos algo que es inevitable; y pasa como con una herida, que, si la tapamos, tarda mucho más en sanar y duele más, entonces cuando negamos el sufrimiento, es cuanto más sufrimos.

Y, por otro lado, si nos enojamos con Dios o con la vida, sufrimos el doble, porque sufrimos por lo que nos toca sufrir y, además, sufrimos por el enojo de sufrir; no nos conviene.

¿Qué nos conviene finalmente? Escuchar a Jesús, seguirlo, renunciar a nosotros mismos y cargar con la cruz, con las innumerables molestias de nuestra vida, pero no para sufrir por sufrir, sino para amar, amar y vivir salvados.

Hoy tenemos que probar esto: no esquivemos ni nos quejemos de la cruz, no nos enojemos con Dios ni con los demás; elijamos cargar la cruz, abrazarla, elijamos cargar ese pequeño o gran sufrimiento que nos saca a veces de la comodidad y nos ayuda a preocuparnos por los demás, por tu mujer, por tu marido, por tus hijos, por los que tenés a tu alrededor, por ese enfermo que te necesita. Si abrazamos esas cruces, vivimos como hombres libres y salvados, vamos a ganar la vida; si las esquivamos, perderemos la vida, nos quedaremos solos o, lo que es peor, llevaremos una cruz más grande y pesada, que es la de nuestra soledad y la de nuestro egoísmo.