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XXII Viernes durante el año

En aquel tiempo, los escribas y los fariseos dijeron a Jesús: «Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y hacen oración, lo mismo que los discípulos de los fariseos; en cambio, los tuyos comen y beben.»

Jesús les contestó: «¿Ustedes pretenden hacer ayunar a los amigos del esposo mientras él está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado; entonces tendrán que ayunar.»

Les hizo además esta comparación: «Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo para remendar uno viejo, porque se romperá el nuevo, y el pedazo sacado a este no quedará bien en el vestido viejo. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres; entonces el vino se derramará y los odres ya no servirán más. ¡A vino nuevo, odres nuevos! Nadie, después de haber gustado el vino viejo, quiere vino nuevo, porque dice: El añejo es mejor.»

Palabra del Señor

Comentario

Cuando no vivimos nuestra religiosidad al modo de Jesús; cuando nos olvidamos que, en definitiva, ser religioso no es una cuestión externa solamente, sino que parte del corazón; cuando nos olvidamos que justamente el religioso es aquel que vive ligado, se religa a la divinidad y por eso busca amarlo, y como busca amarlo, también se deja amar y se deja enseñar y se deja mostrar el camino, y el camino que nos muestra la divinidad, que es Jesús, es el de entregarnos a los demás. Es, en definitiva, olvidarnos de nosotros mismos por amor a los otros. Por eso Jesús se enojó con los fariseos en el Evangelio del domingo. Se enojaba con aquellos que se olvidaban de lo más esencial, que era el mandamiento de Dios, y se afanaban, se desesperaban por practicar cosas externas que ellos consideraban que los purificaban, pero que, en el fondo, les manchaban el corazón. Cuando pensamos que lo externo nos mancha o nos purifica y nos olvidamos que, en realidad, es el amor el que nos purifica y nos sana, equivocamos el camino. ¡Señor, danos la gracia de ser religiosos, pero profundamente, como vos querés, entregándonos a los demás!

Cuando no somos capaces de detenernos, de mirarnos en el espejo –como venimos hablando estos días– con sinceridad, sin vanidad, simplemente para ver lo que somos, es porque en el fondo algo nos pasa, no somos capaces de mirarnos a nosotros mismos. Detenerse frente al espejo para mirarse, no siempre es signo de vanidad, puede ser por la sencilla razón de reconocernos amados por nuestro Padre, por nosotros mismos. Es por eso que el apóstol Santiago decía que el que no pone por obra la Palabra, es como el que se mira al espejo, se contempla y yéndose se olvida de cómo es. No vivir la Palabra de Dios, es olvidarse lo que uno es, porque Dios nos habla de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que quiere que seamos. Por lo tanto, no poner por obra lo que nos dice, es en el fondo no saber quiénes somos, no ser religiosos, olvidarnos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Intentemos no ser hoy oyentes olvidadizos, busquemos reflejarnos en Jesús y animarnos a contemplarnos.

Tomando Algo del Evangelio de hoy, podríamos preguntarnos: ¿Qué valor y qué sentido tiene para nosotros –los cristianos– privarnos de algo que en sí mismo es bueno y útil para nuestro sustento, como el alimento?

Jesús dice que, cuando él les sea quitado, cuando el esposo les sea quitado –o sea, cuando él ya no esté más en este mundo, con nosotros físicamente–, los discípulos tendrán que ayunar; y podríamos decir que en esta etapa de la historia estamos nosotros. Jesús habla directamente de que el ayuno tenemos que hacerlo y es bueno hacerlo, él lo hizo.

La misma Sagrada Escritura y toda la tradición de la Iglesia a lo largo de los siglos nos muestran que el ayuno es de gran ayuda para luchar contra el pecado y todo lo que nos induce a él, para luchar contra nuestras debilidades, para fortalecer nuestra voluntad. Jesús en el Nuevo Testamento nos da una razón profunda del ayuno, porque esto es lo que tenemos que encontrar, la razón profunda, para no caer en una práctica vacía que puede ser muy religiosa pero sin corazón. ¿Por qué es bueno ayunar? Dice: «A vino nuevo, odres nuevos». No podemos hacer algo nuevo con el mismo corazón de antes, tenemos que buscar tener un corazón nuevo. «Odres» era el recipiente en donde se guardaba el vino, que era un recipiente de cuero. Bueno, a vino nuevo, a esta nueva noticia que nos viene a traer Jesús, hay que encontrar una nueva manera de guardarlo, en un recipiente nuevo.

Por eso Jesús nos enseña que el verdadero ayuno consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre que ve en lo secreto y nos recompensa. El ayuno, entonces, está orientado a que nos alimentemos del verdadero alimento que es hacer la voluntad de Dios. Por eso, la finalidad del verdadero ayuno es alimentarnos de este alimento verdadero.

Incluso hay un santo que decía algo muy interesante que creo que nos puede ayudar, dice así: «El ayuno es el alma de la oración y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien reza, que ayune; quien ayune, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oídos a quien no cierra los suyos al que suplica».

El ayuno está orientado hacia la caridad, al amor, a la misericordia. Está orientado a que tengamos la voluntad dispuesta para estar pensando más en los demás, para no estar tan centrados y encerrados en nosotros mismos. En nuestros días parece que el ayuno es una práctica que perdió su valor espiritual, por eso «a vino nuevo, odres nuevos», corazón nuevo. No es cuestión de hacer algo por hacerlo. Lo extraño es que incluso fuera de la Iglesia, el ayuno es reconocido, valorado por médicos, por muchísimas personas que dicen que el ayuno les hace bien, pero para buscar, en definitiva, un bienestar material, un bienestar del cuerpo, incluso para terapias del cuerpo. Sin embargo, para los que creemos en Jesús, en primer lugar el ayuno es para conformarnos con la voluntad de Dios.

La práctica del ayuno nos ayuda a unificar nuestro cuerpo y nuestra alma, a poder refrenar, reorientar nuestras tendencias y pasiones, que a veces se desordenan, para un bien más grande, que es el amor a Dios y al de los demás. Y al mismo tiempo, ayunar nos ayuda a tomar conciencia del mal en que viven muchos de nuestros hermanos. San Juan dice en su primera carta: «Si alguno posee bienes en el mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?». Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar un estilo de caridad, de buen samaritano, inclinándonos y preocupándonos por nuestros hermanos.

Que estas palabras nos ayuden hoy a poder ayunar de alguna manera. Animémonos con alguna comida, con algo que nos guste mucho y bajemos la cantidad. Cada uno tiene que buscar en qué cosas puede ofrecer a Dios, con un «corazón nuevo», por amor a él y a los más necesitados.