Trajeron entonces a unos niños para que les impusiera las manos y orara sobre ellos. Los discípulos los reprendieron, pero Jesús les dijo: «Dejen a los niños, y no les impidan que vengan a mí, porque el Reino de los Cielos pertenece a los que son como ellos.»
Y después de haberles impuesto las manos, se fue de allí.
Palabra del Señor
Comentario
Es una maravilla pensar y sentir que cada Evangelio, cada escena de la Palabra de Dios es algo que él nos quiere decir, es Palabra de Dios, valga la redundancia. Estarás pensando: «Este sacerdote dice una obviedad»; bueno, puede ser. Pero a lo que me refiero es algo más profundo, al hecho de que del mismo modo que nos comunicamos entre nosotros, sea con gestos y palabras, con silencios, Dios lo hizo y lo hace cada día con vos y conmigo, con todo el mundo. Por eso cuando leemos y escuchamos la Palabra de Dios, no podemos quedarnos únicamente en la literalidad de las palabras en sí, o sea, de dónde proviene cada palabrita, cuál es su significado, cómo fue traducida. Eso lo estudian los que saben, ayuda mucho. Pero, al mismo tiempo, hay que traspasar la piel del texto e ir descubriendo la verdad que encierra –y eso es lo más difícil–, no solo cada palabra o frase, sino la escena en su conjunto, el contexto, los gestos, los silencios. Y eso es tarea del Espíritu Santo en nuestro corazón.
Eso no lo realiza solamente el que lo estudia, sino aquel que, gracias al Espíritu Santo, se deja asistir para poder interpretar lo que él mismo inspiró. Cuando en la Iglesia leemos la Palabra de Dios así, todo se transforma en un mensaje, todo puede hacerse nuevo, todo me dice algo una y mil veces. A veces podemos tener una mirada muy superficial de la Palabra, muy literal, muy fundamentalista, como pasa dentro de la Iglesia o incluso también en iglesias de hermanos separados. Por eso, y vuelvo al principio, es una maravilla el pensar y sentir que incluso un texto como el de Algo del Evangelio de hoy, por más sencillo y cortito que sea, es un mensaje que nos puede colmar el alma en un instante y dar una enseñanza muy profunda cada vez que lo escuchamos.
A Jesús le llevaban niños, para que los bendijera, para que les impusiera las manos, para que orara por ellos, algo sumamente lindo. En un contexto cultural en donde los niños no eran muy tenidos en cuenta, como pasa hoy, se percibe que Jesús, además de romper con los esquemas culturales y tradicionales de la época, atraía de un modo especial a los más pequeños de ese momento, a los niños. Jesús rompió con muchas barreras culturales de esa época, que no viene al caso enumerar ahora, pero entre ellas podemos mencionar el dejar que los niños se acerquen a él y se entremezclen con los adultos. Jesús sigue rompiendo hoy también las barreras que nos impiden conocerlo y amarlo.
En realidad, somos los hombres los que nos vamos creando costumbres, modos de pensar y sentir que no colaboran a que seamos lo que realmente él quiere que seamos. No me refiero a que rechazó de por sí las tradiciones humanas, el arraigo a las costumbres culturales, sino que rechazó aquellas que en el fondo no eran sanas o no nos hacían plenamente humanos. Las tradiciones o costumbres son buenas, son necesarias en la medida que nos abren al amor de los demás, a nosotros mismos y al amor de Dios. Ese debería ser el criterio de discernimiento, y no el famoso «porque siempre se hizo así», o bien el extremo «lo cambio, y cambio las cosas porque se me antoja y nada más».
Una vez alguien me contaba, un papá, que él había dejado de abrazar a su hija a partir de los doce años, aproximadamente, porque su papá siempre le había dicho que a partir de esa edad no era bueno abrazar a las hijas, para que los demás no piensen nada malo de él. Este padre no me lo contaba orgulloso, sino como dándose cuenta que había seguido un mandato familiar o cultural sin darse cuenta, y por eso se había perdido de ser cariñoso con sus hijas por el solo hecho de que se lo habían dicho y casi sin darse cuenta él lo había incorporado. ¿Cuántas cosas en nuestra vida las hacemos porque nos dijeron que había que hacerlas o porque vimos que se hacían así, pero pocas veces nos pusimos a pensar si eran buenas o no, sanas o no? Bueno, Jesús también nos enseña con su vida a saber discernir sobre ciertos mandatos culturales que a veces se transforman en más mandamientos que los de Dios.
Esto lo digo porque también a los discípulos les costó mucho entender a Jesús. Ellos, los mismos amigos, se transformaron a veces en obstáculo para que su Maestro enseñe lo que quería enseñar, la predilección por los más pequeños. Dice Algo del Evangelio de hoy que «los discípulos los reprendieron», o sea que se enojaron con aquellos que les llevaban niños a Jesús para que los bendijera. ¿Por qué? No sabemos bien, pero podemos suponer que porque les molestaba o porque muchas veces, como nos pasa a los adultos, consideramos que hay ciertos momentos que son «solo para adultos». ¿No nos pasa eso a nosotros también? Es verdad que hay momentos y circunstancias en las que los niños no deberían estar, pero no porque nos molesten, sino porque realmente no es para ellos ese momento; sin embargo, es verdad que hay situaciones en las que preferimos no estar con niños por el simple hecho de que «nos molestan». Es lindo saber que a Jesús no le molestaba los niños, todo lo contrario, los quería cerca; y además, aprovechó su presencia para enseñarnos que en el fondo, en lo más profundo de nuestro corazón, debemos ser como niños y por eso, solo así, comprenderemos el mensaje de amor que él nos trae.
No impidamos que los niños se acerquen a Jesús. Eso siempre le digo a los padres cuando traen a sus hijos a bautizar. Los niños llevan una natural religiosidad en su corazón, el deseo de Dios de un modo mucho más palpable del que a veces imaginamos. Los niños desean a Dios Padre como desean estar en los brazos de su madre y es así como deberíamos vivir nosotros, los adultos. Quisiera terminar rezando con un salmo maravilloso que expresa este deseo de Dios para con todos nosotros: «Mi corazón no es ambicioso, Señor, ni mis ojos se han vuelto altaneros. No pretendo grandezas que superen mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos: como un niño en brazos de su madre, así está mi alma dentro de mí».