Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: “¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?”. Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: “Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”.
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
Palabra del Señor
Comentario
En este domingo, al contemplar esta escena en la que el mismo Jesús fue rechazado en su propia tierra, por su propia familia, aun cuando había hecho milagros –cosa que nos puede sorprender–, me parece una buena oportunidad para que vos y yo, cada cristiano, cada discípulo, los que creemos, reconozcamos con humildad que la fe tiene en sí misma una gran dificultad, aunque parezca duro decirlo. Podríamos preguntarnos entonces qué significa tener fe o decir, por lo menos, que la tenemos. A veces simplificamos mucho la cuestión de la fe, decir que tenemos fe, porque estamos acostumbrados a vivirlo y a expresarlo. Aseguramos tener fe sin ahondar muchas veces en lo que significa, lo que implica, o incluso podemos no entender a aquellos que dicen no tener fe, y decir ante ciertas situaciones: ¿Cómo no pueden creer? ¿Cómo puede ser que aun viendo milagros algunos todavía no puedan creer? ¿Cómo es posible que tanta gente que decía incluso tener fe, cercanos nuestros, ahora ya no la tengan o la hayan perdido? ¿Cómo es posible que haya tantos cristianos que habiendo estado en la Iglesia ahora no la quieran, la rechazan, son indiferentes, o incluso la desprecian o la odian?
Como creyentes, y creyentes que pensamos porque usamos la inteligencia que Dios nos dio, tenemos que reconocer que nuestra fe, este don tan grande, esencialmente tiene una gran dificultad. No es fácil confiar en lo que no vemos o, dicho de otro modo, confiar que por medio de lo que vemos, de lo poco que podemos ver, se nos puede manifestar lo que no vemos, lo invisible, lo espiritual, la presencia divina. Si no reconocemos esta verdad, estamos simplificando mucho la fe y, en el fondo, estamos menospreciando un don que es de Dios. Creer y responderle a Dios es un don que recibimos. La posibilidad de creer en alguien que está más allá de lo que vemos; la posibilidad de creer que en la sencillez de las cosas cotidianas podemos escuchar o encontrar a Dios, nuestro Padre; la posibilidad de creer que esa persona que caminó por Galilea hace dos mil años, ese hombre llamado Jesús, era al mismo tiempo Dios que vino a estar presente entre nosotros; es un don, y no podemos olvidarlo. Es por eso que a muchos les cuesta creer. A vos y a mí nos cuesta creer, tenemos momentos, porque no se llega a la fe por evidencias o certezas científicas, aunque haya momentos que nos pueden ayudar el razonar y el pensar, porque lo humano se puede transformar finalmente en obstáculo para lo divino, para aquel que no tiene fe o la tiene debilitada.
Jesús vino a enseñarnos con su propia vida que Dios eligió un modo muy sencillo de hacerse presente en este mundo y lo sigue haciendo por medio de la Iglesia, a través de cada ser humano, especialmente de aquellos que se abren a su gracia y amor.
Algo del Evangelio de hoy dice que «Jesús no pudo hacer ningún milagro allí». ¿Por qué no pudo, si él podría haberlo hecho igual, a pesar de todo? Si él hubiese querido, los hubiese realizado a los milagros. ¿Sabes por qué no pudo? No pudo porque no había fe, así dice la Palabra: «Se asombraba de su falta de fe». No vale la pena hacer milagros cuando no hay fe, porque Jesús no hacía milagros para despertar la fe –aunque te parezca raro–, para que crean, no era un milagrero, para que lo miren a él, sino que en realidad solo veían los milagros aquellos que ya tenían en su corazón la semilla, de algún modo, de la fe, aquellos que se abrían a la confianza en él. La ecuación es muy distinta, es al revés de lo que generalmente pensamos. Necesitamos tener fe para ver los milagros, necesitamos fe para darnos cuenta que Dios está presente, y no milagros para tener fe, aunque a veces podría pasar que nos afirman la fe los milagros. Por eso lo más grande que podemos pedir en la vida es la fe, no milagros. Si tenemos fe, veremos milagros continuamente en lo sencillo de cada día, porque los milagros no son solamente las cosas extraordinarias que pueden pasar, sino aquellos que son cotidianos y ocultos.
El milagro de poder despertar, levantarnos y ver todo lo que Dios Padre nos regala; nuestra familia, nuestros hijos, nuestros seres queridos; el milagro de haber recibido tantos dones espirituales y materiales, que nos hacen posible estar ahora escuchando la Palabra de Dios, por ejemplo.
Hoy podemos pedir fe para ser un poco más felices, antes que cosas; fe para ver todo lo que Dios hace en cada instante, por vos y por mí, eso también es creer. Miremos nuestra vida, el mundo en el que vivimos, podríamos ver milagros siempre y ser mucho más felices de lo que somos, ver que vale la pena creer y hace tanto bien.
Por eso hoy, en este domingo, pidamos fe, para que no se transforme en motivo de tropiezo la fe, los errores humanos que hay en la Iglesia, los tuyos y los míos, los pecados de nosotros los sacerdotes, de los laicos, porque nuestros pecados son un obstáculo para que otros crean y por eso tenemos que evitarlos, para evitar que otros dejen de creer; sin embargo, no siempre es culpa nuestra, sino que tiene que ver con esta actitud propia de la fe, esto de tener que confiar, que por medio de lo humano conocemos lo divino.
Pidamos fe para ser cada día más felices, amando y dejándonos amar, para descubrir más y más milagros a nuestro alrededor. Pidamos fe para los que no creen y se burlan de nosotros. Pidamos por los que dejaron de creer por culpa de nosotros, los miembros de la iglesia. Pidamos para que los que no confían en nosotros, porque somos demasiados «humanos», empiecen a confiar, como le pasó a Jesús. Pidamos fe para seguir aprendiendo que Jesús es mucho más accesible de lo que pensamos y que nos habla por medio de los nuestros, y no de cosas muy lejanas.