Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: « ¡Hemos visto al Señor!»
El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.»
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: « ¡La paz esté con ustedes!»
Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.»
Tomas respondió: « ¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»
Palabra del Señor
Comentario
Siempre hay que volver a empezar. De una manera u otra es necesario volver a confiar en lo que alguna vez nos hizo bien y nos marcó el camino y, por el olvido, por el cansancio, por la rutina nos hemos olvidado, lo hemos dejado en el camino. Siempre podemos volver a hacerlo. Es algo fundamental en nuestra vida, nuestra vida de fe. Una fiesta de un apóstol, de este gran apóstol, es una buena oportunidad para pensar en esto, porque ellos fueron de carne y hueso, como vos y yo. No te olvides. También lucharon, también tuvieron que volver a empezar una y otra vez, volver a confiar. Volvieron a levantarse una y mil veces después de equivocarse, después de dudar, de perder el ánimo y el sentido de lo que estaban haciendo. A Tomás también le pasó lo mismo.
No sé en qué momento o etapa de tu vida espiritual o de fe estás pero siempre es bueno volver a escuchar esto que nos hace bien a todos. «Señor, que no nos cansemos de volver a empezar, que no nos cansemos de volver a escuchar tu Palabra, estas palabras que jamás nos pueden hacer mal. Aunque a veces parezca que no nos producen nada en el corazón, siempre darán su fruto. Jesús, que no nos cansemos, que no creamos que ya está todo dicho, que nunca creamos que con lo que vimos o experimentamos no hace falta nada más, que ya tenemos todo resuelto». Estés en el momento en que estés, de mucho consuelo, alegría y fervor, o bien desconsuelo, tristeza y aridez, es bueno que te acuerdes que, llegado el momento, habrá que volver a empezar, volver a confiar y creer, volver a elegir. Si empezás este día lleno de fervor, aprovechá, aprovechá el viento a favor, como se dice, aprovechá la bajada y escuchá más. No te relajes. Disfrutá más, sacale «todo el jugo» a lo que Dios te está diciendo. Si, por el contrario, estás en un momento donde parece que nada te dice nada, bueno, no bajes los brazos, seguí escuchando. Poné el audio 10 veces más si es necesario. Leé más la Palabra, andá frente a un Sagrario, al Santísimo. ¡No te canses! Es solo un momento. Es solo una tormenta pasajera. Es como una nube que está tapando el sol mientras estabas «tomando sol», mientras disfrutabas de esos rayitos lindos que te hacían bien. La sombra ya va a pasar, el sol está siempre.
Todos experimentamos, tarde o temprano, de una manera u otra, la pesadez, por decir así, la carga de esta vida. Esa carga que se vuelve linda cuando apostamos siempre a lo mejor, cuando descansamos en el corazón de Jesús, que siempre quiere aligerar nuestras cargas para hacer de nuestra vida algo más lindo. ¿No te anima el escuchar estas palabras de Algo del Evangelio de hoy: «¡Felices los que creen sin haber visto!». Es feliz el que cree sin estar buscando pruebas físicas de la presencia de Jesús. Vos y yo seremos felices, hoy y mañana, si dejamos de lado esa gran tentación de seguir buscando el porqué y el porqué de tantos porqués que alguna vez ya le habíamos encontrado el porqué. ¡Qué trabalenguas! ¿A qué me refiero? Tomás, el apóstol del cual celebramos hoy la fiesta, cometió el gran error de desafiar a Jesús y desafiar a sus amigos en los cuales debería haber confiado, a los cuales debería haber creído, porque lo conocían, porque lo amaban y no podían haberle hecho un chiste de tan mal gusto con algo tan sensible, con el amor de su Amigo.
Seguramente a cualquiera de nosotros nos hubiera pasado lo mismo en esa situación. Por eso, no vamos a criticar al pobre Tomás, pero su incredulidad se transforma para nosotros en oportunidad para aprender qué es la fe, a confiar y creer en esta realidad de que Jesús está vivo realmente entre nosotros. Aunque no veamos a Jesús con nuestros ojos, el testimonio de que otros lo hayan visto debería bastarnos para creer, el testimonio del cambio de sus vidas. Y, de hecho, nos basta para creer, porque ni vos ni yo lo vimos pero vos y yo creemos. Hoy somos millones los que creemos en Jesús y lo fueron a lo largo de la historia. Sin embargo, solo unos pocos lo vieron con sus propios ojos y lo tocaron con sus manos.
¡Qué locura!, ¿no? ¿Te pusiste a pensar en eso alguna vez? ¿Cuántos corazones fueron y son felices en esta tierra por haber creído sin ver? Incontables. Está bueno que nos preguntemos todos: ¿soy feliz por creer sin ver o sigo desafiando a Jesús para que se me presente en vivo y en directo? ¿Somos felices de creer en alguien que jamás vimos pero que nos habla al corazón, que nos consuela como nadie, que nos guía en el silencio y que nos anima a no bajar nunca los brazos, que nos da la fuerza para amar cada día?
No sigamos buscando porqué a tantos porqués de nuestras vidas. ¿A qué me refiero? Me refiero a que ya está. Seguro que vos y yo ya sabemos que Jesús está, ya lo experimentamos. No le demos más vueltas. Los muchos porqués hay que dejarlos para la ciencia y son necesarios, pero ese es otro tema. Jesús está siempre en nuestra vida y que, está en miles de personas, nos dé hoy la fuerza para seguir creyendo y amando. Que nos ayude a seguir luchando para darnos cuenta de su presencia.
Todos podemos tener dudas. Todos pudimos desafiar alguna vez a Jesús como lo hizo Tomás, pero también todos podemos ser más confiados. Todos podemos dejar de cuestionar tanto. «En adelante no seamos incrédulos, sino hombres de fe». Hoy hablemos como Tomás y en algún Sagrario de este mundo, o si no, en el corazón, donde está Jesús, digámosle con fe y alegría: «¡Señor mío y Dios mío!» «¡Señor mío y Dios mío!».