No den las cosas sagradas a los perros, ni arrojen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes para destrozarlos.
Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Entren por la puerta estrecha, porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran.
Palabra del Señor
Comentario
No podemos olvidarnos que la fe, o sea, la certeza de la presencia del obrar de Dios en nuestras vidas, no nos exime de la duda. ¿Te acordás el Evangelio del domingo? Los discípulos aun estando con Jesús dudaban: «¿Por qué no tienen fe?». Obviamente que en la medida que crecemos en la fe, que vamos madurando, esas dudas pierden fuerza, pero, al mismo tiempo, tenemos que decir que siempre de algún modo están; y, dicho de otro modo, también tenemos que alegrarnos de que a veces las dudas nos ayudan a afirmar la fe. La fe finalmente es volver a decidir que queremos creer, que deseamos creer, que nos hace bien creer, que creer nos pone en un lugar en esta vida distinto al de los demás y que, finalmente, la fe es la aceptación de esa invitación de Jesús a no dudar, a seguir caminando con él, a confiar plenamente en él. Volvamos a afirmar nuestra fe, aun cuando las olas y los vientos de este mundo nos golpean la barca de nuestro corazón.
Hoy volvamos también a elegir ser Hijos, elijamos otra vez vivir como hermanos, aborreciendo el mal y el pecado, pero amando y abrazando al que lo hace, al que se equivoca, al que tropieza. Ayer decíamos: «Fue tu prójimo el que cayó y se equivocó, hoy puedo ser yo, pero mañana podés ser vos». Nadie está exento de caer, nadie puede creerse tan inmaculado como para andar juzgando todo y a todos. Sin embargo, a veces podemos andar así, podemos andar por la vida así, con una tremenda ceguera de corazón que no nos permite vivir en paz, como Hijos de Dios y, lo que es peor, hace que molestemos a otros. Una cosa es equivocarse y otra cosa es persistir en el mal y no arrepentirse.
Jesús siempre perdona al que reconoce su mal e intenta día a día cambiar y ser santo. De eso nunca tenemos que dudar, porque el maligno desea que nos olvidemos de la misericordia divina para con nosotros y los demás, y por eso incluso podemos juzgarnos a nosotros mismos y ser lapidarios con nuestro débil corazón, y lo mismo con el del prójimo. Podemos ver una foto de la vida de los demás y olvidarnos que el único que conoce el corazón es Jesús, el único que sabe lo que hay verdaderamente en nuestro interior es él, y eso es realmente un alivio para vos y para mí.
Esta es la montaña que tenemos que subir día a día, la montaña de la santidad, la montaña de los que se sienten Hijos y desean todos los días hacer un esfuerzo más para dar pasos de humildad, que son los que más cuestan pero los que dan más alegría. La santidad de los Hijos de Dios es la que se va recibiendo en la medida que se confía en el amor de Dios y la que se va construyendo con los pasos diarios por amar y renunciar una y mil veces a nuestros caprichos. ¿Alguna vez te subiste a una montaña? ¿No te pasó que al principio te parecía imposible, te parecía algo inalcanzable, pero en la medida que fuiste avanzando y llegaste a la meta, de golpe miraste para atrás y no podés entender cómo hiciste para subir tanto? ¿Y algo mucho mejor, cuando llegás y contemplás el paisaje, te das cuenta y te dan ganas de abrazar con el corazón todo lo que Dios creó?
Son pocos los que quieren subir la montaña de la santidad, la montaña de la felicidad que llueve como gracia cuando somos humildes, mansos, misericordiosos, pacientes, pacíficos o incluso perseguidos. Hoy Jesús lo dice, él lo sabe. No todos eligen la montaña, muchos prefieren vivir en el llano, muchos prefieren vivir en la mediocridad, prefieren perderse la inmensidad del paisaje de la creación que solo se disfruta mejor desde arriba, estando en la montaña. ¡El que no quiere subir una montaña, se lo pierde, se pierde lo más lindo, se pierde vivir como Hijo de Dios! ¡No nos perdamos semejante oportunidad! Ser Hijos de Dios y vivir así es lo mejor que nos puede pasar. La regla de oro para los que quieren andar por la vida siendo Hijos, buscando la santidad, buscando agradar solo al Tata Dios y no a los hombres, es la de Algo del Evangelio de hoy: «Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos».
Esa es la clave, esta es la regla que debe quedar guardada en nuestros corazones. Esta es la regla de los que queremos andar por el camino angosto, subiendo las montañas de la vida, y no por hacernos los heroicos, sino porque es lo mejor, es el camino de la Vida. En cambio, el llano, el camino fácil, es el camino de la mezquindad, del cálculo, de los que quieren cumplir para estar bien con Dios y ellos mismos pero que no aman de verdad, que no se quieren esforzar, de los que no piensan en el bien de los demás.
Si ante cada situación de la vida, cada decisión, cada mirada, cada juicio, cada obra que realizamos nos preguntáramos: «¿Qué me gustaría que me hagan o digan a mí?», ¿no crees que todo sería muy distinto? La mayoría de nuestras equivocaciones tienen que ver con esta incapacidad de preguntarnos a nosotros mismos: «¿Qué es lo que nos gustaría para nosotros?», o incluso, al contrario, por una sobrevaloración de lo que nosotros consideramos que necesitamos. Nuestras reacciones egoístas tienen que ver con esto, con pensar excesivamente en nosotros y en no darnos cuenta lo que los otros realmente necesitan. Ante la posibilidad de hacerle el bien a los demás, deberíamos preguntarnos lo contrario: «¿Qué necesita el otro? ¿Cuál es realmente su necesidad?», y no tanto lo que nosotros creemos que necesitamos.
¿Querés subir la montaña de la santidad? ¿Querés andar por el camino que andan pocos pero que, en definitiva, es el más lindo? Vamos. Si te sumás, ya somos dos, tres o tal vez miles. Seguro que no nos vamos a arrepentir. No tengamos miedo.