No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece, ¡cuánta oscuridad habrá!
Palabra del Señor
Comentario
Lo pequeño puede transformarse en algo grande; parece imposible, pero realmente pasa. Abrí los ojos del corazón y te vas a dar cuenta. Pasa con las semillas y lo entendemos, y hasta no nos produce ningún inconveniente aceptarlo así. Sin embargo, eso que parece casi obvio en la naturaleza, pareciera ser que, en la vida espiritual, en aquello que tiene que ver con nuestra fe, no lo terminamos de digerir, de aceptar, no nos gusta tanto o, por lo menos, a veces nos gustaría que fuera distinto. Nos gusta como «saltar escalones», trepar de golpe a la cima; como si fuera que nos carcome la ansiedad. Muchas de nuestras frustraciones en la vida tienen que ver esto, con pretender frutos inmediatos, con medir las cosas con nuestras miradas y juicios limitados, con ser impacientes y olvidarnos que las cosas de Dios tienen su tiempo también como las cosas de la vida, aunque sepamos y digamos que «los tiempos de Dios no son nuestros tiempos».
Si un grano de mostaza bien chiquito puede transformarse en un lugar donde «los pájaros del cielo se cobijen a su sombra», ¿por qué nuestra vida no puede ser también un lugar donde otros puedan encontrar cobijo y sombra gracias a que el Reino de Dios creció en nuestro corazón? La Iglesia empezó como un grano de mostaza, insignificante, gracias a un aparente fracaso de Jesús al morir en la cruz, creció gracias al amor de unos pocos hombres y mujeres. Y, sin embargo, hoy podés ver lo que es o incluso no terminás de saber bien la maravilla de la Iglesia. La vida de los santos fue igual y nuestra vida puede serlo también.
Es lindo pensar que de algo muy chiquito como un sí al amor de Dios en este día, ahora concretamente, puede transformarse en un lindo lugar para que otros encuentren paz, aquellos que no terminan de encontrar su «lugar en el mundo». Por eso, no despreciemos nada de lo que parece chiquito, de lo que es pequeño para una mirada superficial y pasajera. Acordate que las cosas más grandes que vas a lograr en la vida surgirán de pequeñas decisiones que nadie ve o nadie tiene en cuenta. Las grandes transformaciones del mundo nacen de cosas pequeñas, de las aceptaciones difíciles y silenciosas de la voluntad de Dios en el día a día, en el tuyo y en el mío. «Los tiempos de Dios –acordate– no son nuestros tiempos», porque, en realidad, Dios no tiene tiempo. Simplemente es una forma de decir lo que no entendemos y no podemos explicar con nuestras palabras. Lo mejor que podemos hacer es darle nuestro tiempo y nuestro corazón a nuestro amado Jesús.
Por eso, en Algo del Evangelio de hoy, Jesús nos invita a que pensemos dónde tenemos puesto nuestro corazón, porque, en definitiva, donde esté nuestro corazón, estará nuestro tesoro, y al revés. Y el termómetro de nuestro corazón es en donde estamos poniendo nuestras fuerzas, nuestros deseos, metas, logros y proyectos.
Es entendible que nos guste a veces acumular por el miedo que tenemos. Te diría que casi naturalmente tendemos a «acumular cosas», materiales y de todo tipo. Nos encanta, nos da cierta seguridad. Nuestro deseo de controlar el futuro y asegurarnos un lugar en este mundo nos lleva a que pongamos casi más fuerzas en planificar lo que viene que en disfrutar lo que tenemos. Es increíble, pero a veces vivimos así. Y por eso el hombre es capaz de «gastar» su vida, sus bienes, su corazón, en asegurarse un futuro que no conoce mientras se pierde la oportunidad de abrazar el presente que hoy ya tiene en sus manos. Padres que se desviven por dejarles algo a sus hijos, trabajando de sol a sol y, mientras tanto, los tienen a su lado y casi ni hablan o ni saben lo que les pasa. Padres que se desviven para que sus hijos sean «alguien» en este mundo competitivo que exige ciertas cosas y, mientras tanto, no se dan cuenta que ellos «ya son alguien». Son sus hijos y son Hijos de Dios. Y así podríamos seguir con miles y miles de ejemplos.
Y por eso Jesús hoy nos dice: «¿Qué sentido tiene que acumulen cosas: casas, autos, ropa o títulos, fama, “palmadas en la espalda”, aplausos, elogios, prestigio, poder? ¿Qué sentido tiene, si en definitiva todo eso pasa, si en definitiva en este mundo nos pueden robar todo, menos el corazón?». Jesús nos quiere llevar a la sensatez, si en definitiva no sabemos qué será de nosotros mañana. Este mundo consumista nos nubló el pensamiento y nos atrofió el corazón, haciéndonos creer miles de mentiras que ya damos por verdad. ¿Qué sentido tiene, si en definitiva para un Hijo de Dios lo que importa es lo que su Padre ve en lo secreto, es sentirse amado por él?
¡Qué lindo es que tengamos la lámpara del cuerpo –que es el ojo– puro, para ver lo que realmente importa en nuestra vida, puro para descubrir en dónde tenemos que poner nuestro tesoro, puro para poder ver cómo somos Hijos de Dios y que, en realidad, eso es lo más importante. Lo único importante en nuestra vida es que vivamos como Hijos, que sintamos la alegría del Padre hacia nosotros, porque vivimos y nos comportamos como Hijos.
El Sermón de la Montaña es un pequeño caminito para que descubramos lo esencial de nuestra vida y que no acumulemos cosas que acá, en la tierra, son pasajeras. Todo es pasajero, lo único que no pasa es que somos Hijos de Dios y que tenemos que imitar al Hijo del Padre que es Jesús y que tenemos que llegar a nuestro Padre del cielo para darnos un abrazo que dure toda la eternidad.
Esto me hizo acordar a algo que me pasó en estos días. Tuve la gracia de tener que llevar la comunión a Pablo, un viejo amigo que estaba por partir. Se ve que me estaba esperando; en realidad, a mí no, estaba esperando a Jesús, para poder recibirlo y entregar su vida. Apenas le di la comunión en el hospital, cerró la boca, sonrió y suspiró…suspiró y, finalmente, expiró y entregó su vida. Murió con Jesús en la boca, pero fundamentalmente en el corazón. ¡Qué bien me hizo experimentar la partida de alguien que sólo esperaba tener a Jesús para poder entregarse! La muerte muchas veces nos ayuda a darnos cuenta qué es lo importante de la vida. Que Jesús hoy nos dé esa gracia a todos.