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XI Miércoles durante el año

Jesús dijo a sus discípulos:

Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo. Por lo tanto, cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser honrados por los hombres. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.

Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha, para que tu limosna quede en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Cuando ustedes oren, no hagan como los hipócritas: a ellos les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos. Les aseguro que ellos ya tienen su recompensa.

Tú, en cambio, cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Cuando ustedes ayunen, no pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan. Les aseguro que, con eso, ya han recibido su recompensa.

Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno no sea conocido por los hombres, sino por tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Palabra del Señor

Comentario

Muchas veces, Dios tiene más confianza en nuestros corazones, que son la tierra para su semilla, que nosotros mismos. Así lo decía de alguna manera la parábola que contaba Jesús el domingo «…la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga». Él es el sembrador, nuestros corazones la tierra, y la semilla su Palabra, podríamos también decir el mismo Jesús, porque él es la Palabra de Dios que se hizo carne, se hizo hombre por nosotros. La semilla cuando encuentra un poquito de tierra, de la buena, se las «rebusca» para crecer, para desarrollarse y dar fruto. ¿No viste esas plantitas que nacen en cualquier rinconcito, incluso en el cemento, donde quedó un poco de tierra? Bueno, la Palabra de Dios es así. De golpe, donde encuentra un lugar en el corazón que puede crecer, ahí se aloja.

La semilla siempre es buena, el sembrador también, pero no siempre encuentra esta tierra para crecer. Por eso, cuando Jesús dice «sin que él sepa cómo», no está queriendo decir que Dios no sabe o que Dios se desinteresa de la siembra, sino que cuando se da ese encuentro de la semilla con tierra buena, los frutos se darán con el tiempo, y eso es lo que a veces nosotros no terminamos de confiar y creer. Ponemos mucha fuerza en la apariencia, ponemos el corazón en ver los frutos rápido y nos olvidamos que los frutos los recogerá el sembrador a su tiempo. En eso tenemos que confiar, en la fuerza de la Palabra y en la certeza de que siempre hay en nuestro corazón un buen rinconcito de buena tierra para que alguna semilla crezca, siempre hay en medio de este mundo algún corazón que será tierra fértil, propicia para que Dios haga su obra y extienda el Reino.

El corazón de Algo del Evangelio de hoy creo que anda por acá. Dice así: «…tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». Ahí está la clave. ¡Ve en lo secreto! Dios es Padre y ve en lo secreto, ve lo que nadie ve, ve tu corazón y el mío. Quiere decir que el peligro está en olvidarnos de lo esencial, de olvidarnos de esta verdad, de olvidarnos de quien es el único que conoce el motivo de nuestras acciones. Aun cuando podemos rezar, dar toda nuestra vida a los pobres, aun cuando podemos privarnos de algo como sacrificio, ¡tenemos que tener cuidado! ¿De qué? Tengamos cuidado de no ser Hijos vanidosos, o sea, de esos que ponen su satisfacción en que lo vean, los reconozcan, nos tengan en cuenta, les palmeen la espalda.

Un Hijo de Dios en serio no busca la satisfacción en que sus obras sean conocidas por sus hermanos para ser aplaudidos o vean qué buen Hijo es. El buen Hijo de Dios se alegra, se conforma, se reconforta con saber que su Padre lo ve y sabe todo. Por eso Jesús, el Hijo que no buscó otra cosa que la gloria del Padre, él mismo nos enseña el camino de la felicidad interior, de la felicidad verdadera y duradera, no del placer pasajero, o sea, vivir de la recompensa secreta del Padre. ¿Cuál es esa recompensa? Su amor, la satisfacción de saberse amado siempre, digan lo que digan, piensen lo que piensen los demás y la satisfacción de vivir intentando agradarlo a él y a nadie más. Solamente a nuestro Padre que está en el cielo y ve en lo secreto. «Nuestro Padre que ve en lo secreto nos recompensará». La recompensa del Padre no son cosas, ¡cuidado!, es su amor infinito e incondicional, para siempre. ¿Nos parece poco?

Por eso es bueno preguntarse con sinceridad: ¿Quién de nosotros no le gusta ser reconocido, ser tenido en cuenta por los otros, especialmente por los que amamos? Mentiríamos o bien no estamos reconociendo nuestros sentimientos si dijéramos que nos da lo mismo. En el fondo, cuando buscamos el reconocimiento ajeno, lo que estamos buscando, casi sin darnos cuenta, es ser amados. Nos sentimos amados y queridos cuando alguien se da cuenta lo bueno que hicimos, lo buenos que intentamos ser.

Nadie obra de manera puramente desinteresada, el interés es necesario para obrar, pero hay que aprender a conducirlo, porque, al mismo tiempo, se nos puede volver en contra y se transforma en casi el cien por cien de nuestras tristezas o incluso depresiones. El que vive esperando únicamente el reconocimiento de los demás, olvidándose de lo esencial del amor, vive –en la mayoría de los casos– de tristeza en tristeza, de enojo en enojo, de bronca en bronca, de crítica en crítica, de frustración en frustración, porque difícilmente sea siempre recompensado como pretende y espera. Nunca recibe lo que busca.

Probemos hoy vivir de cara al Padre, probemos vivir haciendo todo sabiendo que «nuestro Padre, que ve en lo secreto, nos recompensará», y no buscando la recompensa de los demás, que es finalmente pobre y pasajera, como el placer.