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Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor

El primer día de la fiesta de los panes Ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?».

Él envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: “¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?”.

Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario».

Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.

Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo».

Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella.

Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos.

Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios».

Después del canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos.

Palabra del Señor

Comentario

No alcanza este día para contestar esta pregunta, que en realidad no terminamos de entender y poder contestar. No nos alcanzará la vida. ¡Estamos a veces, podemos estar a veces tan acostumbrados a recibir la Eucaristía que ya no nos sorprende! ¡Estamos tan desacostumbrados otras tantas veces! Tantos católicos que no tienen hambre de Jesús en la Eucaristía.

Y sin la Eucaristía, sin el Cuerpo y la Sangre del Señor presente realmente en nuestras vidas, no habría Iglesia, no seríamos nada, no podríamos nada, no podríamos amar como nos ama Jesús. ¿Para qué nos reuniríamos cada domingo? ¿Para qué nos reunimos hoy? ¿Para qué sería nuestro domingo? Solo para descansar. Solo nos puede convocar y reunir Él, Jesús, en la Eucaristía. Nos reunimos por Él y en Él, para Él, para darle gloria al Padre.

Él hace la Iglesia día a día, con su amor, entregándose siempre, sin condiciones, aunque vos y yo a veces no nos demos cuenta, aunque a veces como sacerdote lo tenga en mis manos y siga sin darme cuenta. Incluso sabiendo que muchas veces no lo valoramos ni los fieles, ni nosotros los sacerdotes, no terminamos de comprender tanto amor. Él nos ama tanto, que incluso decidió quedarse en la Eucaristía sabiendo el riesgo que correría por nuestra falta de amor, que no lo valoraríamos lo suficiente.

Si supiéramos, si comprendiéramos realmente con el corazón que Él está ahí, presente realmente, ¡cómo nos emocionaríamos!, ¡cómo correríamos a recibirlo!, ¡cómo nos prepararíamos para aceptarlo en nuestro corazón!, ¡cómo nos dedicaríamos verdaderamente a amarlo!

Sin embargo, a veces lo traicionamos, no por maldad, pero lo cambiamos por cualquier cosa; queremos «comprar» el hambre que tenemos con otras cosas, con nuestros caprichos, con un partido de fútbol, con la pereza, por el egoísmo, con excusas y mil excusas.

¡Cuánto amor Señor nos falta! ¡Perdónanos Señor en este día, en el que celebramos que tu Cuerpo y tu Sangre se quedó para siempre con nosotros! ¡Perdónanos por nuestra falta de amor! ¡Perdónanos por a veces ser tan ingratos!

Tenemos que reconocerlo, a veces –sin darnos cuenta– nos pusimos en el centro, pusimos excusas del tipo de: «si lo sentimos o no», «no siento ir a Misa», «no me gustó», «no me gusta esto o lo otro», «no me gusta el sacerdote», «no me gusta la comunidad». Incluso nuestros cantos en la liturgia en la misa a veces parecen hablar más de nosotros que de Jesús. Si sacamos del centro a Jesús… ¿quién queda en el centro? ¿No será que a veces nos ponemos en el centro, y por eso no terminamos de saciarnos nunca? ¿No terminamos de comprender?

Danos Señor la gracia de proclamar con firmeza y alegría que sos el centro, debes ser el centro de la vida, de la Iglesia y sos el centro del mundo en ese pedacito de pan, para siempre, hasta el fin de los tiempos, aunque el mundo se nos ría y no nos comprenda, aunque nosotros mismos no te tratemos como lo merecés.

Y por eso, hoy te sacamos a las calles, para alabarte, para adorarte, para reconocerte vivo y presente, y para decirte: «Señor, vivimos por Vos, gracias a Vos y queremos vivir por Vos, para Vos y para los demás. Queremos descubrir que ese vacío que a veces sentimos, que esos “crujidos” del corazón solamente pueden saciarse arrodillándonos frente a tu presencia real, y también “arrodillándonos”, por así decirlo, ante el amor de los demás, para amar a los demás».

Nos pediste amar con todo el corazón a los otros, pero también tenemos que adorarte y amarte en la Eucaristía, recibirte en la Eucaristía para poder, finalmente, amar a los que pones a nuestro lado.

Esta solemnidad exalta, alaba y se alegra, se maravilla del misterio de la fe. «Este es el misterio de la fe –decimos en la misa–. Anunciamos tu muerte Señor y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas». Otra vez me digo y te digo: «¿Qué sería de nosotros sin la Eucaristía?».

Queremos acordarnos Señor, recuperar la memoria, no permitas que perdamos la memoria o que recordemos selectivamente.

Sos el pan de vida que nos acompaña y nos acompañará, que nos alimenta y nos alimentará siempre. Si olvidamos, si perdemos la memoria, perdemos el rumbo. Y nosotros queremos Señor vida eterna. Vivimos por Vos, gracias a Vos y queremos vivir para Vos y para los demás.