Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo:
«Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste.
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste.
Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo.
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos.»
Palabra del Señor
Comentario
En las misas de esta semana, después de la Ascensión de Jesús a los cielos, se puede rezar esta oración: «Tú que nos haces ascender al cielo contigo: Señor, ten piedad». Se puede decir en el momento del perdón, en el acto penitencial, al comienzo, como súplica, pero al mismo tiempo como acto de fe. Jesús nos ascendió al cielo con él, podríamos decir. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa esta verdad si, en realidad, nosotros seguimos acá, con los pies bien sobre la tierra? ¿Cómo es eso de que «nos hace ascender al cielo con él»? Bueno, claramente es una expresión que afirma una verdad que solo podemos aceptar por la fe y que, por otro lado, es figurada. No estamos en el cielo como en un lugar, sino que nuestras vidas, nuestras almas están en Cristo, místicamente, como se dice, de manera misteriosa, por el amor que él nos tiene, porque él «nos compró con su sangre», como dice la Palabra de Dios. El bautismo nos «injertó» en Cristo, como parte de él. Él permanece en nosotros, y por ser parte de su cuerpo, si él está en el cielo a la derecha del Padre, nosotros también de alguna manera estamos ahí. Estamos siendo amados, protegidos, cuidados, salvados continuamente por él, preservados del Maligno, que quiere arrebatarnos siempre hacia él o hacia el mundo que se olvida de Dios.
Algo del Evangelio de hoy tiene que ver, de alguna manera, con esta verdad de fe. ¿Pensaste en eso alguna vez? ¿Pensaste alguna vez que Jesús quiere que seamos uno como él es uno con el Padre? Saber que no estamos solos y que Jesús piensa en nosotros y pide por nosotros, nos hace muy bien, nos hace confiar más en lo que no vemos que en lo que vemos. Saber que somos uno con él, con el Padre y que eso desea Jesús, que seamos uno con él, da ánimo para confiar en que la obra de la unidad es de él y no nuestra. Saber que el amor con que se aman el Padre y el Hijo puede ser el mismo amor con el que nos amemos nosotros y entre nosotros, es una gran noticia.
Es un regalo del Dios que es Padre, del Padre del cielo para todos, que nos sintamos uno aun en medio de las diferencias, que busquemos unirnos a pesar de tantas divisiones y enfrentamientos. Es necesario volver a sentir que somos «uno» y que, cada día más, tenemos que ser «uno» con Jesús y entre nosotros. Es lindo revivir en carne propia esta escena del Evangelio de hoy, en la que Jesús rezó por nosotros, por los que creemos gracias al testimonio de los apóstoles. ¿Te imaginás a Jesús rezando por nosotros para que seamos «uno», para que dejemos tanta división, para que nos amemos como él nos amó, para que gracias al mensaje de unidad ayudemos a que otros crean también en él? ¿Te imaginás ahora a miles de cristianos que necesitan de nuestra oración pero que, al mismo tiempo, seguramente rezan también por vos y por mí? ¿Te das cuenta que la oración une y nos hace sentir uno, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?
Si se puede hablar, de alguna manera, de que a Dios le «duele» algo, de que Jesús «sufre» por algo, incluso ahora, podríamos decir que es por la falta de unidad, es por no comprender su corazón y empeñarnos muchas veces en diferenciarnos olvidando lo esencial. No vamos hablar acá de las divisiones históricas entre los cristianos que aun hoy nos mantienen separados y que parecen ser irreconciliables, aunque la Iglesia hizo y hace mucho por la unidad –como también hizo a veces mucho por la desunión–, sino que se me ocurre que podemos pensarlo incluso dentro de la Iglesia, donde muchas veces seguimos pareciendo de «bandos» distintos, algo que no podemos aceptar. Lo que más hiere a la familia son las divisiones internas, no los ataques desde afuera. Lo que más hiere a la Iglesia hoy, a tu parroquia, a tu comunidad, a tu grupo de oración, son las divisiones internas e innecesarias. Para que el mundo crea que Jesús es el enviado del Padre, nosotros debemos amarnos como él nos ama, con el amor que viene de él, con el amor incondicional que está siempre.
Intentemos hoy «meternos» en esta maravillosa escena del Evangelio. Imaginemos a Jesús rezando por cada uno de nosotros, para que seamos uno. Imaginemos que ahora hay miles de hermanos que necesitan de nuestra fuerza, de nuestra oración, de que nos sintamos uno, para que el mundo crea y, al mismo tiempo, hagamos un esfuerzo para evitar cualquier tipo de división, ya sea de palabra, de pensamiento, de obra u omisión. No vale la pena, porque así nadie podrá darse cuenta de que Jesús nos ama.