Jesús resucitado se apareció a los Once y les dijo:
«Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán.»
Después de decirles esto, el Señor Jesús fue llevado al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban.
Palabra del Señor
Comentario
Celebramos hoy en la Iglesia esta gran Solemnidad de la Ascensión del Señor a los cielos. Jesús, después de resucitar, a los cuarenta días ascendió a los cielos dejándose ver por sus discípulos, dejándose también ocultar por una nube –como dice la primera lectura de hoy–. Parte para estar junto a su Padre, para ser premiado por el Padre, después de haber venido y cumplir su misión, su voluntad y ayudarnos a nosotros a empezar un camino nuevo, una nueva etapa de la historia y de la historia de cada uno de nosotros.
Dice la primera lectura de hoy: «… mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando el cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo vendrá de la misma manera que lo han visto partir”». Y desde ese día, todos los bautizados, los que creemos en él, seguimos esperando su segunda y definitiva venida.
Pero esta espera no puede ser una espera pasiva. Un cristiano en serio sabe esperar, pero al mismo tiempo esta esperanza le da una nueva forma a su vida, lo mueve a la entrega y al amor por los demás; lo que podríamos llamar una «esperanza activa», una «esperanza verdaderamente cristiana».
Algo del Evangelio de hoy nos deja ver claramente la manera como tenemos que esperar hasta la segunda venida del Señor; el evangelista nos narra cómo antes de partir hacia el Padre, Jesús les da –por decirlo así– un último mandamiento, una última instrucción: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará».
Podríamos pensar que Jesús delegó esa «tarea» a sus «elegidos», a los once apóstoles, pero… ¿y a nosotros? ¿Será que a veces por ahí no nos tomamos en serio las gracias que recibimos en nuestro bautismo? Todo el pueblo de Dios, todos los bautizados somos, por su gracia, sacerdotes, profetas y reyes. Anunciar el Evangelio es la misión de cada bautizado, es la razón de ser. Ser cristiano y ser misionero, en realidad, es la misma cosa. Todos tenemos la misión de anunciar esa Buena Noticia a toda la creación, que sigue siendo tan actual como hace dos mil años, que Jesús está vivo, está presente entre nosotros y actuando. Anunciar el Evangelio de todas las maneras posibles, anunciarlo con palabras, pero sobre todo aceptar el reto de hacer vida el Evangelio: esa es la mejor manera de anunciar, de predicar. Las palabras convencen, los ejemplos arrastran.
En el plan divino de salvación, estaba contemplado que Dios se hiciera hombre, que viviera entre nosotros para revelarnos el rostro amoroso del Padre, para enseñarnos a amar, así como él nos amó, hasta dar su vida en la cruz. Pero el Hijo tenía que volver al Padre; y eso es lo que celebramos hoy: la Solemnidad de la Ascensión del Señor, este gran misterio de nuestra fe. Jesús ascendió, volvió a su «lugar», pero, en realidad, su lugar hoy es todo lugar, es estar en todo lugar. Esta es su promesa: «Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo». Fue una partida necesaria para quedarse siempre con nosotros hasta el final. ¡Señor, qué lindo es saber y creer esto! Estás en todo lugar y en todo momento.
El cielo comenzó a estar en la tierra desde que Jesús vino a habitarla y a estar con nosotros; y la tierra está «en el cielo» desde que Jesús ascendió y nos llevó a todos con él. «Él ascendió a los cielos para estar a la derecha del Padre», para ser Señor del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. El Padre lo premió por haber cumplido fiel y amorosamente su voluntad. Desde que ascendió a los cielos, desde que él está en todos lados, millones de corazones comprendieron esto y dejaron que él reine en sus vidas. Jesús reina, aunque muchas veces no te des cuenta. Reina en la medida que lo dejamos reinar. Reina y reinará plenamente cuando venga glorioso al final de los tiempos.
Hagamos hoy el intento de mirar al cielo, simbólicamente, para cruzarnos las miradas con Jesús, que está en el cielo, pero está con nosotros.
Miremos, pero sabiendo que no es una despedida total, sino que es una despedida a medias. En realidad, Jesús no se fue, se quedó para siempre, especialmente en la Eucaristía, especialmente en los corazones de los que sufren, de los que creen y lo aman. ¿Crees en esto? Jesús estará siempre con nosotros hasta que vuelva.
Mientras tanto, avivemos nuestra esperanza, pidamos al Señor que nos asista con esa gracia. Todos somos llamados a vivir en esperanza, a vivir con la certeza de que las promesas de Dios se cumplen y se cumplirán en cada uno de nosotros. Somos llamados a vivir y valorar esta gracia de saber que al ascender Jesús a los cielos también llevó, de algún modo, un pedacito de cada uno de nosotros; porque si él es la cabeza y nosotros somos su cuerpo, de alguna manera también nosotros estamos junto al Padre y de alguna manera ya nos abrió las puertas del cielo para cuando nos toque partir.